Natalia M. Pérez
Escribo este texto en la noche del 10 de diciembre, después de un día lleno de sentimientos encontrados y una profunda reflexión. La fecha no es casual: el Día Internacional de los Derechos Humanos nos invita a mirar de frente una realidad que duele y que muchas veces se evade.
Todo comenzó a las 7:30 de la mañana, cuando la presidenta, Claudia Sheinbaum, dio la palabra a la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, en la conferencia matutina para abordar el compromiso y los resultados del gobierno en materia de Derechos Humanos. Se habló del humanismo mexicano y de los esfuerzos por construir una nación en la que se respeten los derechos de todas las personas, se reiteraron las promesas de esclarecer el caso de Ayotzinapa y se mencionaron los avances para garantizar justicia a los pueblos indígenas. En general, una narrativa optimista.
Sin embargo, a medida que transcurría la conferencia, periodistas e invitados tocaron casos de negligencia médica en los servicios públicos de salud, de atentados políticos y de violencia sexual digital que dejaron al descubierto cómo, en el fondo, las violaciones a los Derechos Humanos persisten.
Pero, lamentablemente, en nuestro país estas violaciones ya no se perciben como excepciones; y la realidad, esa que no se puede esconder detrás de cifras y discursos, muestra una verdad incómoda: en México, las violaciones a los derechos humanos son una constante que hemos aprendido a aceptar como algo cotidiano.
Así que no, Secretaria, en nuestro país no se respetan los Derechos Humanos.
Más tarde, mientras el día avanzaba, otra avalancha de noticias saturó mis redes: las últimas actualizaciones de los conflictos en Gaza, Siria, Líbano, Israel, Rusia y Ucrania. Las imágenes de ciudades bombardeadas, familias desplazadas y vidas destrozadas parecen historias distantes, pero su impacto nos sacude y nos recuerda lo frágil que es la condición humana.
Pero al final, si algo nos demuestran estos conflictos a través de las movilizaciones globales que han emanado en respuesta, exigiendo justicia, impulsadas por una mezcla de empatía, rabia y desesperanza, es que, aunque estemos separados por continentes, las injusticias que sufrimos, al final del día, nos fortalecen. Los mexicanos y las víctimas de todos estos enfrentamientos, afrontamos miedos distintos en contexto, pero iguales en esencia, porque el miedo mismo es el hilo que nos conecta: el miedo a perder la vida, a ser ignorados, a que la violencia sea el único futuro posible. Ese miedo compartido nos hace hermanos en una lucha global por los derechos fundamentales que todos merecemos.
Esta fecha debería ser una oportunidad para reflexionar; porque los Derechos Humanos no son promesas de una conferencia. Son una exigencia diaria y urgente. Mientras el miedo nos una, también debería unirnos la determinación de cambiar esta realidad.
Porque un país donde se normaliza la violencia y la injusticia no es un país donde se respeten los Derechos Humanos. Y en el fondo, todos compartimos ese anhelo: vivir sin miedo.