Día 1: del kebab al croissant con la Torre Eiffel sobre una alfombra luminosa

Por la ventanilla, una luminosa alfombra se vislumbra y deja atónitos a todos los que jamás habíamos volado sobre París de noche



Por la ventanilla, una luminosa alfombra se vislumbra y deja atónitos a todos los que jamás habíamos volado sobre París de noche. Diminuta desde el cielo, la Torre Eiffel no pierde en lo absoluto su grandeza. Majestuosa y testigo de la historia moderna de una nación que ha sabido mantenerse estoica a pesar del doloroso paso del tiempo, la inicialmente llamada Tour de 300 Mètres emana hoy ese espíritu olímpico que clama por la unión de los pueblos y el desarrollo armónico del ser humano.

Esa primera imagen de la Ville lumière —Ciudad de la Luz— jamás se borra de la mente. Es una estampa que se preserva más allá de cualquier mala toma con el celular a kilómetros de distancia antes de tocar tierra y se anida en la memoria de cualquier coleccionista de recuerdos. Y así, el avión aterrizó en el Aeropuerto de París-Charles de Gaulle, donde a pesar de la efervescencia olímpica, lucía desértico y desolado pasada la media noche.

Tomé un taxi cuyo conductor amablemente me cobró 56 euros (unos mil 120 pesos) para poder llegar al apartamento de Clèment, un viejo amigo que conocí en México hace más de 10 años en un viaje por San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Caminamos por Rue du Faubourg-Saint-Denis en busca de comida. Eran casi las 2:00 de la mañana y prácticamente todos los locales estaban cerrados en esta calle del distrito 10 de la capital francesa.

De pronto, un restaurante de kebabs se convirtió en el último recurso para calmar el hambre de más de 10 horas de mi último alimento (un par de hotcakes en el avión), luego de haber pasado sin ver, los precios de las despampanantes opciones que ofrecía el Aeroporto Di Fiumicino en Roma, donde hice escala por aquello de los elevados costos —por razones obvias— de un vuelo directo a París en estas fechas.

Clèment me ofreció de antemano una disculpa, no entendí muy bien por qué, hasta que comenzaron a preparar el recién descongelado falafel en una burbujeante tina de aceite cuyo oscuro hervor no daba en lo absoluto la mejor impresión.

“Qué vergüenza hacerte comer esto en París”, me dijo Clèment tras el primer bocado. Y no era para menos. Si algo es motivo de despertar el más agudo chovinismo en Francia es su gastronomía, y nada golpea más el orgullo de un francés que ofrecer una mala comida en la tierra que presume una de las más entrañables tradiciones culinarias.

Poco antes de dormir, abrí la llave del agua y llené un vaso para saciar la sed, tal como mi buen amigo oriundo de Normandía me lo recomendó. Por supuesto que en México sería impensado beber directamente del grifo, y por más que un ciudadano local lo recomiende, no deja de generar desconfianza para alguien a quien siempre le advirtieron que solo debía beber agua embotellada.

“Le sourire de ma mère, c’est ma best of joy (La sonrisa de mi madre, es mi mejor alegría)”, sonó en la calle a la mañana siguiente. Es la canción GTB (2023) de Jey Brownie x FLEM, la primera dosis de cultura francesa contemporánea en el día para redondear la bienvenida que me ha dado una ciudad que durante los próximos días se convertirá en el corazón del mundo y se iluminará —aún más— bajo el ardor de la llama olímpica. Un croissant y un aromático café hicieron olvidar de inmediato al impresentable kebab en una automática redención de la gastronomía francesa.

Ya el filósofo local Jean Paul Sartre escribió en La Náusea (1938) que el peligro de llevar un diario es que se exagera todo, pues “uno está al acecho, forzando continuamente la verdad”, pero de aquí hasta el próximo 11 de agosto, con la clausura de los Juegos Olímpicos, esta columna tratará de hacer lo más cercana posible a sus lectores, esa cotidianidad parisina que 100 años después vuelve a cautivar al mundo al alzar los aros olímpicos entre croissants, arte y su majestuosa Torre Eiffel, sin ningún afán de exagerar lo aquí relatado.