Día 14: La experiencia de comer escargots

Te traemos la columna de Martín Avilés, nuestro reportero en París, quien durante los próximos días nos mostrará el ambiente de los Juegos Olímpicos desde otro punto



París, Francia / Enviado.- Un enorme pizarrón que muestra los precios del local presume con orgullo a los escargots como uno de los platillos predilectos de su menú. Y la imagen se repite por cada terraza de París. Había escuchado rumores sobre esta tradición ancestral por comer eso que en español se traduce como caracoles. Sí, esos animales que aparecen en temporada de lluvia entre la tierra y se arrastran con su cuerpo baboso cubierto por una concha que asemeja a la composición áurea de la fotografía, son un alimento típico en este país.

Sabía que el destino inminentemente me llevaría a probar los escargots, pero me rehusaba a hacerlo por ese temor a lo desconocido. El solo imaginar que ese mismo animal que dejaba una estela de baba en su recorrido por las paredes del jardín de la casa de mi abuela, podría ser un bocadillo, me daba escalofríos. Su consistencia, color y procedencia no me inspiraban en lo absoluto confianza como para solo cerrar los ojos y dar un bocado.

Pero no hay plazo que no se cumpla ni fecha que no llegue. Casi dos semanas después de vivir la vida parisina, llegó el momento de elevar el nivel de experiencia y comer escargots. Ocurrió en el Café République, donde un amable mesero se encargó de llevarlos a la mesa. En una especie de charola metálica y unas pinzas que poco después sabría para qué sirven, colocó cinco caracoles en el recipiente que contaba con cinco agujeros para cada uno de estos moluscos —sí, se puede creer que al ser un animal que suele encontrarse en la tierra, es un insecto, pero es en realidad un  gastrópodo—.

Pedí con anticipación un vaso de agua por aquello de poder pasar rápidamente un mal sabor de boca u olvidar de inmediato alguna consistencia desagradable. Noté que estaban bañados en una salsa verdosa, que después supe que estaba hecha a base de mantequilla, perejil, ajo, chalotas, sal y pimienta. Di un respiro profundo, tomé las pinzas y sujeté el caparazón con ellas mientras con un tenedor sacaba al caracol.

Lo miré fijamente, noté su forma y esa textura que asemeja a una lengua. Cerré por un instante los ojos y procedí a masticarlo. Esperaba una consistencia más dura, pero en realidad estaba suave, como un trozo de carne, aunque con un sabor muy penetrante por el exceso de condimentos como el ajo y el perejil. De hecho, al cabo de varias horas, el sabor siguió en mi paladar, quizás al tratarse de una nueva experiencia.

Le di un par de mordiscos a uno de los pedazos de pan que estaba en el canasto que colocan, al igual que en México para acompañar los platillos en un restaurante. Y bebí agua, mucha. Lo cierto es que si bien no fue un sabor desagradable, tampoco fue como para volverse loco, mucho menos cuando mentalmente no se puede dejar de pensar que se trata de ese mismo animalito que en nuestro país incluso asociamos con panteones. Fue complicado, pero puedo presumir que es una prueba superada.