Día 4: Tenemos que hablar de los ciclistas de París

Te traemos la columna de Martín Avilés, nuestro reportero en París, quien durante los próximos días nos mostrará el ambiente de los Juegos Olímpicos desde otro punto



Enviado / París, Francia.– Tenemos que hablar de la superioridad moral de los ciclistas. He de confesar que me considero una persona proambientalista, procuro —a medida de mis posibilidades— hacer esfuerzos por hacerte de este, un mundo un poco mejor a pesar de ser consciente de que nado contracorriente, tal y como resume perfectamente ese meme de: —Yo, bañándome en 5 minutos para ahorrar agua y salvar al planeta. —Taylor Swift viajando en su avión al súper para comprar leche.

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Sé perfectamente que se trata de una causa perdida y una batalla hasta cierto punto innecesaria ante la descomunal desproporción que existe entre mis actos contra los de las grandes industrias. Pero entre lo simbólico y el mentado discurso de no querer ser parte de un devastador problema, ver una ciudad como París que se traslada mayormente en bicicleta, debería ser motivo de orgullo desde esta trinchera posmoderna.

Pero menos de una semana después de haber aterrizado en la capital francesa, debo confesar con cierta vergüenza que me equivoqué. Y que no se me malinterprete, pues generalizar es siempre un error grave cuando se tocan temas sociales. El problema es que, en efecto, la (gran) mayoría de los ciclistas parisinos son un martirio.

Si bien pueden pasarse un alto a toda velocidad —e incluso tocar su odiosa campanita a pesar de estar en el error—, también suelen transitar en sentido contrario con el cinismo de sonreír a manera de dar las gracias de que los transeúntes se detienen a su paso. Alguna vez escuché decir al gran Jorge Valdano que el más grande problema de las revoluciones era el no saber qué hacer después de haber ganado. Difiero en muchos sentidos con esa aseveración, pero lo cierto es que el triunfo de la bicicleta ha sido un gran beneficio —guardando proporciones— para el medio ambiente, pero vaya que consigo ha traído un desorden social.

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Y es que más allá del empoderamiento, al ser un transporte vulnerable a merced del peligro de los automóviles e incluso de las motocicletas, que llegó con la creciente narrativa de que el mundo podría ser salvado pedaleando (por más que se trate de una falacia) y que así la sociedad podría reducir sus índices de contaminación (lo cual es parcialmente cierto), a decir verdad, las consecuencias han sido similares a la ficción que ocurrió tras aquella Revolución Francesa en que solo hubo un cambio de manos en la estafeta del poder y los perjudicados siguieron siéndolo.

Los peatones siguen tanto o más preocupados por no ser arrollados, ahora no solo por los vehículos, sino por bicis y scooters, mismos que abundan casi a la par de los velocípedos. Ya ni siquiera por banquetas y camellones, quienes andan a pie están seguros ante esta nueva epidemia de la que Albert Camus habría dedicado unas líneas de haberla presenciado. Sí, París es bella por sus adoquinadas calles y estilo inigualable, pero se encuentra sigilosamente secuestrada por esta peligrosa moda.