El guardián del milenario arte del tejido de palma

Tiburcio Simbrón, aprendió a tejer observando desde niño y hoy crea desde sombreros hasta piezas ceremoniales únicas



Foto: Aracely Martínez

Tiburcio Simbrón Flores, originario de la comunidad indígena nahua-chontal de Chilacapachapa, Guerrero, es mucho más que un vendedor ambulante en la Ciudad de México: es un guardián de una tradición milenaria, un tejedor autodidacta que ha dedicado su vida a rescatar y difundir el arte del tejido en palma, una expresión viva de identidad cultural e historia revolucionaria.

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La historia de Tiburcio inicia con un sombrero característico de su pueblo. En los años 40, con la llegada de la industrialización a Guerrero, se intentó borrar las raíces indígenas prohibiendo el uso de este sombrero y la lengua madre. Sin embargo, su origen revolucionario —tejido por campesinos que lucharon junto a Emiliano Zapata— se mantuvo latente. Décadas más tarde, heredó un viejo ejemplar, lo desbarató con cuidado y así redescubrió la técnica original.

Labor autodidacta

Su labor artesanal no es un oficio común; es una forma de resistencia cultural. Rechaza el término “artesanía”, impuesto durante la colonización, y prefiere hablar de arte, como lo hacían sus ancestros. Incluso adoptó su nombre en náhuatl: Tlayolocan Amatecal, que significa “tejedor de hojas del corazón oscuro”, una identidad que refleja su vínculo espiritual con su labor.

Tiburcio aprendió a tejer observando. Desde los cinco años comenzó a hacer pequeños petates y a los seis ya tejía piezas que su madre vendía. La palma era entonces parte de la vida cotidiana: sillas, cunas, sacas para maíz. Hoy, en la ciudad, ese conocimiento ancestral vive en sus manos.

Diseño que trasciende

Hace 16 años, al nacer su primer nieto, le tejió una cuna. Después, vinieron encargos de petates personalizados, máscaras, canastas, hasta obras conceptuales como balones y tableros de basquetbol para exposiciones culturales. Uno de sus modelos más conocidos surgió tras colaborar con el vocalista de Café Tacvba, quien impulsó su creatividad hacia formas únicas, modernas y simbólicas.

Pese a su valor cultural, su trabajo no siempre es comprendido ni bien remunerado en el espacio público de la ciudad. Vende menos libros, menos palma, y muchas veces sus ingresos son mínimos. Sin embargo, ha encontrado en universidades, museos y casas de cultura los foros donde su arte es valorado. Ha participado en exposiciones en Los Pinos, la Universidad Rosario Castellanos, la Universidad de la Energía en Hidalgo, y el Congreso Latinoamericano Cultura Viva en Cherán, Michoacán.

Proceso pormenorizado

La palma que utiliza la recolecta él mismo en las montañas de Guerrero. A caballo, atraviesa terrenos accidentados durante horas, recoge con cuidado las hojas y las carga de regreso, hasta 50 kilos al hombro. Esa es la parte que —lamenta— muchos clientes no entienden al regatear.

El terreno es escarpado, inestable, y cada recolección de palma implica esquivar bejucos, hojas secas que ocultan obstáculos y rocas sueltas que pueden provocar una caída. “Si no voy antes del Domingo de Ramos, me ganan la palma”, explica. Para él, cada metro descendido es más esfuerzo. Por eso, anticiparse no es opción, es necesidad.

La tinta que viene de lejos

La coloración de sus obras también tiene secretos. Utiliza una tinta especial conocida como “Fuchina” o anilina china, distinta a la que venden en papelerías. Aunque costosa (hasta 2 mil 500 pesos por kilo), rinde muchísimo: con apenas dos gramos puede teñir un manojo de palma.

Cada pieza lleva horas o días de trabajo. Una máscara, hasta 20 horas, y se vende en 600 pesos. Un sombrero: 50 horas de tejido y 3 mil pesos de precio. Pero muchos se espantan, lo consideran caro, sin comprender el esfuerzo detrás. “Es difícil vender aquí, muy difícil”, lamenta.

Arte ceremonial, identidad viva

Tiburcio no solo hace sombreros o máscaras. Teje “tacuatzis”, pequeñas cestas rituales para guardar tabaco, copal, incluso peyote. Algunos los llevan como amuleto; otros como parte de ceremonias. También elabora guarachitos para difuntos, utilizados aún en lugares como Xochimilco o Tláhuac. Según la creencia, permiten que el alma cruce un río de fuego sin quemarse.

“Es un mercado muy especial. Aquí en la ciudad soy el único que hace esto”, afirma con serenidad. Sus piezas han llegado a más de 20 países, y aunque el reconocimiento no siempre es económico, es profundo.

Cuidar el legado

Para Tiburcio, lo más importante es que el pueblo reconozca el valor cultural de estas tradiciones. “Es lo que nos da identidad como México”. Por eso, sigue tejiendo, enseñando, compartiendo, aunque pocos comprendan todo lo que encierra una simple palma.