Señal: gestión estratégica del riesgo Tendencia: crítica para inversión global
Durante décadas, la eficiencia de costos fue la regla de oro del comercio internacional. Las empresas instalaban fábricas, cadenas de producción y centros de servicios en donde fuera más barato, sin importar demasiado los riesgos políticos, climáticos o sociales. Pero los últimos años han cambiado radicalmente esa lógica.
La guerra comercial entre Estados Unidos y China, la pandemia de covid-19, la guerra en Ucrania, la intensificación de desastres naturales y el incremento del cibercrimen han cambiado las reglas del juego. Hoy está claro que la eficiencia sin resiliencia puede ser una receta para la vulnerabilidad.
El mundo está entrando en una nueva economía del riesgo, donde las empresas diversifican proveedores, relocalizan operaciones, invierten en infraestructura crítica segura y reconfiguran sus cadenas de valor para reducir su exposición a amenazas externas. Ya no se trata solo de producir más barato, sino de asegurar continuidad, estabilidad y capacidad de respuesta.
Este cambio tiene manifestaciones claras: el nearshoring que acerca producción a América del Norte; las inversiones en centros de datos que garanticen soberanía digital; la apuesta por energías renovables menos vulnerables a conflictos energéticos, y la creación de nuevos mapas logísticos globales.
La gestión del riesgo se convierte así en un diferenciador estratégico. Un ejemplo positivo fue el caso de la industria automotriz japonesa tras el terremoto y tsunami de 2011. Empresas como Toyota, que habían diversificado sus proveedores críticos y fortalecido sus cadenas de suministro, lograron recuperarse mucho más rápido que competidores que dependían de un solo proveedor afectado. En contraste, la dependencia casi absoluta de Europa del gas ruso quedó expuesta tras la invasión de Ucrania en 2022. La falta de alternativas energéticas inmediatas provocó una crisis de precios y suministro que golpeó a industrias clave, mostró la vulnerabilidad estratégica y forzó reacciones costosas y apresuradas para diversificar fuentes energéticas.
En México también tuvimos nuestra propia lección de una gestión insuficiente de riesgo con el paso del huracán Otis por Acapulco en 2023. A pesar de las advertencias meteorológicas, la falta de infraestructura resiliente, protocolos de emergencia adecuados y mecanismos de respuesta rápida provocó daños económicos y sociales masivos. La reconstrucción, lenta y fragmentada, ha evidenciado cómo la falta de preparación ante riesgos climáticos puede amplificar las crisis y multiplicar los costos, no solo en términos materiales, sino también de confianza institucional y estabilidad social.
Nuestro país se encuentra ante una oportunidad histórica. Su cercanía geográfica con Estados Unidos, su red de tratados internacionales y su base manufacturera lo posicionan como un candidato natural para captar inversiones que buscan minimizar riesgos geopolíticos.
Sin embargo, el riesgo también juega en contra. Problemas de seguridad, incertidumbre jurídica, deficiencias en infraestructura logística y carencias en energía limpia pueden erosionar la ventaja comparativa. En un mundo donde cada decisión de inversión está mediada por matrices de riesgo, no basta con ser baratos o estar cerca: hay que ser confiables, previsibles y resilientes.
México necesita entender que el riesgo no es solo un pasivo que mitigar, sino una dimensión estratégica que puede convertirlo en un destino preferente o en una oportunidad perdida. Reforzar el Estado de derecho, invertir en infraestructura digital y física, garantizar energía limpia y estable, y proyectar estabilidad política serán tan importantes como ofrecer mano de obra competitiva.
La nueva economía del riesgo redefine el crecimiento global. La pregunta es si México será capaz de adaptarse a tiempo para aprovecharla o si seguirá atrapado en la vieja lógica de costos bajos, en un mundo donde la inestabilidad tiene un costo cada vez más alto.
Guillermo Ortega Rancé
@ortegarance




