Asfixia el negocio al toreo

La tauromaquia mexicana enfrenta una crisis por el monopolio empresarial que sacrifica la autenticidad por intereses económicos.



En México, la tauromaquia es más que una tradición; es un pilar de la identidad cultural que late en plazas como las de Tlaxcala o Aguascalientes, y hasta hace no mucho la México. Sin embargo, esta fiesta brava, que debería ser un canto a la valentía y el arte, fue ‘secuestrada’ por carteles que anteponen el negocio al espectáculo. Los mismos toreros, las mismas ganaderías y los mismos empresarios dominan las pocas plazas del país, tejiendo una red de amiguismo que sofoca la diversidad y empobrece la esencia del toreo azteca.

Basta con echar un vistazo a los carteles de los escenarios de peso: los nombres se repiten con una monotonía insultante. Los mismos toreros encabezan las combinaciones con toros de ganaderías ‘de confianza’.

Pero, ¿dónde están los hierros legendarios como Piedras Negras, De Haro, los toros de Atlanga o los de Rancho Seco, que forjaron la historia taurina de nuestro país? Relegados a plazas secundarias o a corridas esporádicas, porque las figuras prefieren toros dóciles que garanticen faenas lucidoras sin el riesgo de la casta brava. Este rechazo a encastes exigentes como el Saltillo o el Murube no es solo una estrategia comercial; es un atentado contra la verdad del toreo, que vive del toro que embiste con fiereza y del torero que se la juega de verdad.

Los empresarios, verdaderos caciques de la fiesta mexicana, son los arquitectos de este monopolio. Controlan las plazas más importantes y pactan con apoderados que mueven los hilos detrás de las figuras, en el mejor de los casos, pues en otros tienen su propio pull de ‘coletudos’.

En este juego, el mérito pasa a segundo plano: un torero joven, con valor y hambre de gloria, queda fuera si no tiene un “padrino” con influencias. Mientras tanto, las mismas caras copan los carteles, toreando toros de ganaderías que producen animales más cercanos a la mansedumbre que a la bravura.

El público mexicano, apasionado pero cada vez más desencantado, paga boletos caros para ver un espectáculo que, con demasiada frecuencia, carece de emoción.

Las ganaderías no se salvan de la crítica. En México, donde Tlaxcala es el “santuario del campo bravo”, hay hierros históricos que podrían devolverle la emoción a la fiesta. Sin embargo, muchas ganaderías optan por criar toros comerciales que complazcan a los toreros estrella, sacrificando la bravura por la docilidad. Esto no solo traiciona la herencia del toro bravo mexicano, sino que también reduce la tauromaquia a un show predecible en el que el riesgo es mínimo y el arte se desvanece.

Estos carteles no solo limitan la competencia; están matando el alma de la tauromaquia mexicana.

Mientras los empresarios llenan sus bolsillos y los consagrados enfrentan toros a modo, la fiesta se desangra. Es hora de romper este círculo vicioso: exigir carteles con toreros emergentes, ganaderías de casta y empresarios que apuesten por la emoción sobre el dinero.

La afición mexicana, leal y apasionada, no merece menos. Si no se actúa, la tauromaquia en México no caerá por las prohibiciones, sino por la avaricia de quienes la controlan.