Un festival taurino no es sólo una sucesión de faenas ni una reunión de nombres ilustres. Es, en su esencia más honda, un acto de memoria y de fe. Memoria de lo que fuimos y fe en lo que aún puede ser. El Festival Taurino de Guadalajara fue eso: una afirmación de identidad en tiempos donde las tradiciones se defienden viviéndolas, no explicándolas.
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La Plaza Nuevo Progreso se convirtió en un punto de encuentro entre generaciones, estilos y trayectorias. Desde la maestría del rejoneo de Pablo Hermoso de Mendoza, hasta el magisterio intacto de Enrique Ponce; desde el empeño y la juventud de Arturo Gilio y Olga Casado, hasta la entrega honesta de Ignacio Garibay. Todos reunidos bajo una misma idea: el toreo como expresión cultural viva, libre y profundamente mexicana.
Guadalajara respondió. Respondió con presencia, con emoción y con ese silencio que sólo aparece cuando el público entiende que lo que ocurre en el ruedo va más allá de la estadística. Fue un cierre con broche de oro para una plaza que no sólo mira al pasado, sino que se reconoce como parte activa de la lucha por conservar la tradición taurina.
Pablo Hermoso de Mendoza abrió la tarde con un toro de San Pablo, reencontrándose con una afición que le es propia. Su doma, su temple y su forma de entender el rejoneo volvieron a escribir una página triunfal en Guadalajara. Una oreja que fue más símbolo que trofeo.
Enrique Ponce, por su parte, confirmó que el tiempo no borra al que ha toreado desde la verdad. Su faena al toro de Tequisquiapan fue un reencuentro cargado de nostalgia y profundidad. Toreó como quien vuelve a casa: con naturalidad, con sabiduría, con un magisterio que sigue dictando cátedra. Dos orejas que hablaron de la vigencia del arte.
Arturo Gilio se enfrentó a un toro de Los Encinos que no ofreció opciones. Aun así, mostró actitud, ganas y respeto por el oficio, en una tarde de esfuerzo reconocida por el público. Ignacio Garibay, con un lote complicado, dejó constancia de su voluntad y buen pulso, encontrando mayor eco en su toro de regalo.
Pero el corazón del festival tuvo un nombre propio. Alfredo Gutiérrez firmó una de esas tardes que no se miden en resultados, sino en verdad. Cuando el alma late en ese sentido profundo, el toreo deja de ser técnica para convertirse en emoción compartida. Desde la porta gayola hasta el último muletazo, Alfredo toreó con el cuerpo, con la razón y con algo más difícil de explicar: con el alma expuesta.
El indulto de “Don Juan”, de San Constantino, no fue una concesión, fue una consecuencia. Un gran toro y un torero en plenitud se encontraron en el punto exacto donde el tiempo se detiene. Allí donde el toreo soñado se vuelve real. Allí donde la plaza entera se pone de pie porque reconoce que ha sido testigo de algo irrepetible.
La novillera española Olga Casado cerró el festival dejando claro que el futuro también tiene nombre y forma. Suavidad, concepto y transmisión, especialmente en el toro de regalo, donde mostró cercanía, valor y una búsqueda constante de ir a más, incluso después de una voltereta sin consecuencias.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de Toros Nuevo Progreso, Guadalajara. Festival taurino. Tres cuartos de entrada.
Toros de San Pablo (palmas en el arrastre), Tequisquiapan (palmas en el arrastre), Los Encinos (silencio), San Constantino (indulto), Teófilo Gómez (silencio) y De la Mora (silencio). Toros de regalo de Los Encinos, San Pablo y Peñalba, de poco juego en su conjunto.
Pablo Hermoso de Mendoza: oreja.
Enrique Ponce: dos orejas.
Arturo Gilio: palmas y palmas en el de regalo.
Alfredo Gutiérrez: indulto.
Ignacio Garibay: silencio y palmas en el de regalo.
Olga Casado: palmas y oreja en el de regalo.






























