MADRID.- La tarde de este martes en Las Ventas tuvo nombre propio: Juan de Castilla. El torero colombiano sostuvo con su verdad lo que los toros negaron con su mansedumbre. Fue él quien ofreció lo más auténtico y lo más estremecedor de una corrida que, en lo ganadero, resultó una decepción.
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Fernando Robleño no se despidió ayer, pero sí compareció en una de sus últimas y más significativas citas. Porque no hay temporada más reveladora que la del adiós, y el torero madrileño, fiel a su trayectoria, quiso presentarse en Las Ventas con una corrida de las que exigen, de las que ponen a prueba la vocación: la de Dolores Aguirre.
La elección tenía lógica: Robleño ha hecho su carrera en el filo de los hierros duros, sin buscar la facilidad ni el camino del confort. Pero si la apuesta era valiente, la corrida fue una traición. Porque lo de este martes fue un encierro falto de bravura, de fondo, de posibilidades. La corrida no fue dura; fue mala. Y eso debe decirse con claridad. No basta con los pitones ni con el trapío. Aquí se viene a embestir. Y, salvo un toro —el quinto—, los demás vinieron con la voluntad de no estar.
Y entonces salió “Langosto”, 602 kilos de huida, de desgana, de deserción. Un toro que no quiso pelea en ningún tercio. Ni en el capote, ni en el peto —donde además fue mal picado— ni en la muleta. Y ahí apareció Robleño, que no vino a cumplir, sino a imponer. Le sujetó, le robó muletazos, le hizo pasar donde no quería. En cercanías, incluso por el izquierdo, lo sometió. No había lucimiento posible, pero sí una hombría torera que conmovió a los que saben ver. Falló con la espada, y el silencio se impuso. Silencio injusto, pero comprensible.
El segundo de la tarde, “Burgalés”, fue un inválido sin disimulo. Correspondió a Damián Castaño, otro de los toreros que han hecho del sufrimiento una forma de ganarse la vida. El toro tenía nobleza por el derecho, pero ninguna fuerza. Apenas se le bajaba la mano y se derrumbaba. Aun así, Castaño le buscó la distancia y le dejó muletazos de calidad. Quiso construir una faena sin materia prima. La estocada no ayudó. Otro silencio que dice más del toro que del torero.
Y llegó el tercero, “Caracorta”, que sí tuvo un peligro seco, de esos que ponen a todos en vilo. Juan de Castilla lo vivió en carne propia: una voltereta espantosa que lo dejó a merced. Pudo ser cornada. Pudo ser tragedia. Pero fue heroísmo. Porque volvió. Herido, tocado, dolorido, volvió. Y lo toreó. Con la plaza expectante, con el miedo latiendo en los tendidos, el colombiano sacó el pecho, se plantó y resolvió. Toreó con verdad y con temple. Mató con una estocada recta y sincera. Hubo petición, no concedida. Dio una vuelta al ruedo que supo a oreja ganada con sangre.
El cuarto fue aún peor. Manso, suelto, sin entrega. Robleño lo tanteó sin éxito. Lo intentó por el derecho, perpendicular a tablas, pero el toro se desentendía, buscaba la huida, arremetía a destiempo. Y el torero, con el sentido práctico del que ha toreado mucho, optó por abreviar. Parte del público protestó. Mal. Porque aquí no se trataba de rendirse, sino de no caer en la trampa de un simulacro. El toro no tenía un pase.
El quinto fue el único que se dejó. Muy encastado, con genio, pero con una embestida clara por el derecho. Castaño, que ya había mostrado su madurez en la cara del anterior, lo entendió desde el primer muletazo. Cogió la distancia exacta, le esperó con firmeza, y le toreó con poder. Faena de aguante, de precisión. De esas que tienen más mérito del que la estadística puede contar. Solo falló la espada. Saludó desde el tercio con la dignidad del que sabe que ha vencido, aunque sin cortar.
Y cuando la tarde parecía vencida, cuando el dolor físico pesaba, Juan de Castilla volvió a dar una lección de entrega. Salió a recibir al sexto a porta gayola. Una declaración de intenciones, una reafirmación de su carácter. Brindó desde los medios. Inició por bajo. Y quiso. Pero el toro no. Salía suelto, se iba a las tablas, no admitía una serie. Lo intentó por el izquierdo, por el derecho, en los medios, junto al siete. Nada. El toro no quería. Y, aun así, el colombiano insistió. Luchó hasta el último pase. Mató mal, sí. Pero se fue de la plaza con el respeto intacto.
¿Qué queda, entonces? Queda el esfuerzo de tres toreros honestos. Queda la sensación de que Juan de Castilla ha dicho mucho más que la estadística. Queda el sabor amargo de un encierro descastado, manso, inservible. Y queda también una lección: el toro no es un decorado. No es una silueta. No es un peso en la tablilla. El toro es la clave. Si no embiste, no hay fiesta. Si no permite, no hay toreo.
Dolores Aguirre debía comparecer con una corrida exigente, brava, capaz de honrar la apuesta de Robleño y la entrega de Castilla y Castaño. No lo hizo. Ni uno de los toros —salvo el quinto, a medias— tuvo clase, ni fondo, ni alma. Fue un encierro decepcionante. De esos que no pueden seguir ocurriendo en Madrid.
La verdad del toreo exige toros que se dejen torear. Porque si no hay toro, por más voluntad que haya en los hombres, la emoción se convierte en esfuerzo estéril. Y eso fue ayer: una tarde sostenida solo por la integridad de tres toreros ante un encierro que no quiso jugar.
Plaza de toros de Las Ventas (Madrid).
Martes, 27 de mayo de 2025.
Decimosexto festejo de la Feria de San Isidro.
Más de tres cuartos de entrada. Tarde calurosa.
Toros de Dolores Aguirre, bien presentados, serios de hechuras, pero de juego muy desigual. Predominaron la mansedumbre, la falta de entrega y la aspereza. El quinto, con genio y cierta movilidad por el derecho, fue el único que ofreció opciones.
- Fernando Robleño, silencio y pitos.
- Damián Castaño, silencio y ovación con saludos.
- Juan de Castilla, vuelta al ruedo y silencio.

Fotos: Manolo Briones 

















