Cuando “la incidencia baja… pero la percepción sube”

La estadística por sí sola no refleja la realidad de la desigualdad, generando sesgos y decisiones ineficientes



La estadística se ha erigido como la verdad absoluta en la calificación de los resultados en seguridad.
Veintisiete homicidios menos todos los días, señala el secretario de Seguridad federal; sin embargo, aumentan las ejecuciones, se suman desapariciones y se eleva la violencia en forma cotidiana.
Mark Twain, parafraseando a Benjamín Disraeli, señala que “existen tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas”, lo que ha llevado a distorsionar la realidad bajo un manto de supuesto rigor científico. La estadística debe ser entendida como una evidencia más para ubicar en tiempo y lugar el fenómeno delictivo.

Cuando tuve la oportunidad de ser director de Seguridad en la alcaldía Cuauhtémoc, teníamos un área de análisis, donde si bien utilizábamos la incidencia delictiva, también teníamos tres fuentes adicionales: la denuncia ciudadana, el reporte de Policía Sectorial y el de la Unidad de Policía Comunitaria; si coincidían tres de cuatro, se consideraba dato confiable y se fijaba en un mapa.

La estadística como única fuente genera sesgos importantes y graves errores en la toma de decisiones, que junto con ocurrencias políticas y funcionarios ineficientes y corruptos han llevado al país al estado violento que guarda.

El mismo Albert Einstein señalaba que “no todo lo que cuenta puede ser contado, ni todo lo que pueda ser contado cuenta”; es decir, reconoce las limitaciones de reducir la realidad a números.

Llevamos décadas confiando en que nuestros avances en seguridad son directamente proporcionales a lo que nos arroja una estadística. Nunca va a coincidir la sensación de inseguridad con la baja de la incidencia delictiva en tanto no sumemos otras unidades de medida. Los errores sistematizados producto de datos e información falsa o manipulada han llevado al fracaso sexenio tras sexenio.

El despliegue de fuerzas federales de Calderón con sus miles de aprehensiones llevó a iniciar una espiral violenta imparable, así como a la multiplicación de grupos delictivos, de seis grandes cárteles a 16, y más de 80 células delictivas.

No menos importante fue el sexenio de Peña Nieto, quien bajo sus valiosos cálculos y datos oficiales decidió hacer un plan de seguridad para Michoacán basado en una serie de ocurrencias, como el crear la Fuerza Rural Estatal para “institucionalizar los grupos de autodefensa”, que terminó por disolverse por ineficiente, problemático y corrupto.

De los 10 líderes comunitarios que encabezaban el movimiento, seis terminaron vinculados con la delincuencia organizada; peor aún, dos de ellos formaron sendos cárteles, Los Viagras y el de Tepalcatepec; los cuatro restantes abrieron brazos operativos del Cártel Jalisco Nueva Generación en el estado.

Como se aprecia, los planes de seguridad en ese sexenio, al igual que el anterior, sumaron dos nuevos cárteles que hoy se dan el lujo de cobrar un derecho de piso rural, fijar el precio extorsivo de los productos y ejecutar a cuanto empresario y agricultor se les ocurre.

Por último, el presidente anterior, bajo la política de “dejar hacer, dejar pasar”, y recargado en una serie de prejuicios con “sus otros datos”, desarticuló una de las instituciones que se encontraba en un proceso natural de maduración: la Policía Federal, que si bien es cierto estaba plagada de corrupción y de resultados mediáticos heredados de su fundador (hoy preso), tenía toda la capacidad para ordenarse y llegar al punto de equilibrio en su consolidación.

El presente no dista de tejer un futuro similar; emborrachados por los resultados de miles de aprehensiones y de instituciones nuevas, de nueva cuenta siguen utilizando la única fuente estadística que soporta los resultados de quienes las construyen, el gobierno.

Espero esta vez sí equivocarme.