La reciente audiencia de Ovidio Guzmán López ante la Corte Federal del Distrito Norte de Illinois, en Chicago, ha encendido las alarmas no sólo en los círculos judiciales y diplomáticos, sino también en la clase política mexicana. El hijo de Joaquín el Chapo Guzmán se declaró culpable de delitos graves relacionados con el tráfico de drogas, como parte de un acuerdo con la fiscalía estadounidense. El pacto, que podría incluir beneficios en su sentencia, anticipa lo que en México muchos ya vaticinan con inquietud: Ovidio está por cantar.
La posibilidad de que Guzmán López se convierta en testigo protegido del gobierno de Estados Unidos implica un riesgo considerable para quienes, durante años, se beneficiaron o colaboraron con el Cártel de Sinaloa. Su colaboración con la fiscalía podría revelar nombres de políticos, funcionarios, empresarios y fuerzas de seguridad que facilitaron la operación delictiva de una de las organizaciones criminales más poderosas del hemisferio.
De acuerdo con datos de la DEA y el Departamento de Justicia de Estados Unidos, el Cártel de Sinaloa sigue siendo el grupo más activo en el tráfico de fentanilo, heroína, metanfetamina y cocaína hacia territorio estadounidense. En su informe más reciente, la DEA advierte que el cártel cuenta con una estructura jerárquica bien definida, presencia en al menos 20 entidades federativas en México y operaciones en más de 50 países.
El testimonio de Ovidio podría implicar una nueva fase en el combate al narcotráfico: una etapa donde ya no se persigue sólo al capo, sino a la red política, judicial y empresarial que permitió su expansión. La preocupación es mayor si se considera que Estados Unidos tiene bajo su custodia a figuras clave del narcotráfico mexicano como Rafael Caro Quintero, Joaquín Guzmán Loera e Ismael el Mayo Zambada, este último detenido recientemente en circunstancias aún opacas. Todos ellos, al igual que Ovidio, podrían ofrecer información que desmonte el armazón de impunidad que ha caracterizado al crimen organizado en México.
La llamada narcopolítica, es decir, la connivencia estructural entre el poder criminal y el poder institucional, no es nueva, pero en años recientes ha adquirido una dimensión preocupante. Según cifras del propio gobierno mexicano, al menos 35% del territorio nacional presenta presencia activa de grupos delictivos. El cobro de piso, los sobornos y la sustitución de funciones del Estado en comunidades completas son evidencia de que, en buena parte del país, quien manda no es la autoridad, sino el crimen.
La audiencia de Ovidio Guzmán ha sido más que un trámite legal: puede marcar el inicio de una tormenta política. Así lo demuestra la apresurada reacción de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien calificó como “totalmente irrespetuosas” y “dañinas” para la institución presidencial las declaraciones de Jeffrey Lichtman, abogado de Ovidio, quien criticó que el gobierno mexicano busque involucrarse en el acuerdo de culpabilidad alcanzado por su cliente en Estados Unidos. Lichtman arremetió vía redes sociales, acusando a Sheinbaum de actuar como “brazo de relaciones públicas” de una organización del narcotráfico y calificó de “absurda” cualquier intervención de México.
Si se confirma la colaboración de Ovidio Guzmán con la justicia estadounidense, México deberá prepararse para enfrentar las consecuencias de décadas de complicidades. Porque cuando Ovidio cante, no sólo hablará del cártel, sino del país que permitió su existencia y expansión.




