Día 18: ¡Gracias, París!

Te traemos la columna de Martín Avilés, nuestro reportero en París, quien está a un día de bajar el telón desde París.



París, Francia.- “Tío, ya sé que sois mexicano pero la mochila póntela al frente”, me advirtió un señor con pronunciado acento español mientras compraba algunos souvenirs en Montmartre. Han pasado 18 días desde que llegué a París bajo la misma advertencia de una amiga que sufrió un atraco de ese tipo años atrás. Y es que así como París suele ser rodeada por un aura de exageración de sus virtudes por aquellos que la vanaglorian por el simple hecho de ser considerada una joya del mundo moderno desde todas sus aristas, también tiene un lado oscuro que otros igualmente llevan al extremo.

Antes de viajar fueron decenas de relatos sobre ratas enormes que tenían tomada la ciudad en una escena más catastrófica que La Peste (1947) del genial Albert Camus. Pero en este breve tiempo en la capital francesa apenas pude ver si acaso dos ratones cuyo temor por ser vistos por algún ser humano era infinitamente mayor al que podrían provocar. Incluso se me advirtió que cualquier sujeto que se me acercara por la calle sería seguramente un estafador del que debía huir rápidamente antes de ser embaucado por su fina destreza.

Esta mañana, el sol se asomó por las aterciopeladas cortinas de la habitación y la alarma sonó como diligentemente lo hace a las 7:00 horas. Algo en el ambiente evocaba a la melancolía, era el sutil llamado celestial de que ese irremediable final de todo ciclo estaba por zanjarse y era tiempo de comenzar con las despedidas. ¿Y cómo debe uno despedirse de una ciudad? Quizás lo primero es agradecerle por cada momento. Por esas calurosas tardes en que algún mexicano se colgaba una medalla y transformaba así cualquier mal momento en uno de gloria.

Dar gracias, por supuesto, por no haber sido acorralado por una banda de roedores gigantes como algunas notas sensacionalistas alertaban que seguramente ocurriría; o por no hablar francés y no entenderle al chico en patineta que quería estafarme con un billete claramente falso y se rió cuando ni siquiera entendí su —seguramente— convincente discurso para poder salirse con la suya y ganarme unos 6 euros que tenía en mano.

París es una inmensa paleta de colores donde el negro y el blanco también convergen cerca uno del otro para crear una escala de grises infinita que puede perder a cualquiera en su limbo de incertidumbre. ¿Dónde comer barato? ¿Cómo comportarse ante tal o cuál situación para no ofender a alguien? ¿Qué tren tomar? ¿Qué significa ese gesto para poder interpretar el idioma que desconozco? Uno puede perderse en ese mundo de subjetividad si se lo propone, pero entre todo ese gris ensordecedor, es su luz la que da la mayor certeza a este sitio.

No fue hasta que llegué que entendí por qué es llamada la Ciudad de la Luz. Y no es porque desde el avión ese brillo único embriague a la vista de cualquiera que atestigüe su esplendor. Su resplandor radica en esa idea colectiva de mejor a como dé lugar todo lo posible. Su fulgor, es pues, una cuestión de actitud. Es creer que ese croissant hecho con toda la pasión del mundo es mejor que cualquier otro, o que se puede ser capaz de derrotar a China o Estados Unidos en cualquier deporte por el simple hecho de tener bordada la bandera de un pueblo fuerte en el pecho.

Quizás eso es lo que ha faltado al contingente mexicano que participó en estos Juegos Olímpicos de París 2024 y todo es cuestión de fe, más allá del cliché. Qué orgullo se sintió cuando Carlos Sansores apareció con una máscara de luchador en el tapiz, pero qué decepcionante fue mirar su timorata exhibición en mi deporte favorito con el planeta entero pendiente suyo.

Conocí al mundo en París. Noté que somos tan diferentes como similares; que estamos juntos y separados a la vez, pero aún así bailamos bajo la misma lluvia y celebramos la salida del sol tras la tormenta. Aprendimos uno de otros y cerramos los ojos para pedir al mismo cielo que alumbrara a nuestros atletas en el momento más oscuro de sus participaciones aquí. Y solo resta decirle a París que lo que más le agradezco es haberme mostrado el camino correcto hacia donde siempre quise llegar.