El algoritmo electoral

La IA y los algoritmos están transformando la política electoral, haciendo que el voto dependa más de la personalización digital que de los mítines tradicionales.


Señales y tendencia
Señales y tendencia

Señal: tecnología como herramienta electoral
Tendencia: uso de la IA para personalizar campañas

Mientras avanzan los foros de consulta sobre la reforma electoral, el debate vuelve a mirar hacia el pasado: se discuten reglas, cargos y presupuestos, pero no el cambio más profundo. Mientras el país decide cuántos consejeros debe tener el instituto o qué tan caros son los comicios, la tecnología ya está transformando la manera en que se gana el voto.

Podemos reformar el INE todas las veces que queramos, pero si no entendemos cómo los algoritmos están reescribiendo la conversación pública, estaremos regulando un país que ya no existe.

Las tecnologías siempre han definido la política. En el siglo 20, el poder se medía en plazas: los mítines eran coreografía y presencia; el cuerpo del candidato llenaba el espacio y la emoción se amplificaba por radio y televisión. En las primeras décadas del siglo 21, el escenario se volvió digital: los bots, los microsegmentos y las redes sociales sustituyeron la plaza por la pantalla. El objetivo cambió a dominar el flujo de mensajes, no de ciudadanos reunidos, sino de segmentos de usuarios que podían perfilarse por su comportamiento digital, a veces usando datos de manera indebida como en el caso de Cambridge Analytica.

Ahora se abre una tercera era, más silenciosa y más precisa: la de la inteligencia artificial (IA), donde las campañas ya no sólo se comunican, sino que aprenden. En distintas democracias, los equipos de campaña usan modelos de lenguaje, como el que habilita a ChatGPT, para redactar discursos, probar tonos emocionales o simular reacciones del electorado. Las redes sociales funcionan como laboratorios donde se mide qué palabra convence más rápido, qué imagen genera mayor empatía o qué tema provoca el menor rechazo.

La propaganda clásica buscaba repetición; la nueva busca adaptación. Cada ciudadano puede recibir una versión distinta del candidato, diseñada a partir de sus hábitos, sus dudas y su vocabulario.

La política entra así en la era de la personalización emocional, donde la frontera entre información y manipulación se vuelve difusa. Lo inquietante no es que los algoritmos hablen por los políticos, sino que empiecen a pensar por los votantes.

México no es ajeno a esa transformación. El INE vigila financiamiento y tiempos oficiales, pero carece de herramientas para auditar los flujos algorítmicos que moldean la opinión pública. Las leyes electorales regulan spots y propaganda impresa, no mensajes generados por máquinas. Pero mientras el debate nacional se concentra en la estructura del árbitro, el verdadero árbitro ya es tecnológico.

Es cierto que millones de mexicanos siguen viviendo en entornos donde la conexión digital es limitada y la política se define por la cercanía, los programas sociales o las estructuras locales. Pero esa realidad no contradice la transformación digital: la complementa. Hoy convivimos con dos electorados paralelos -uno analógico y otro algorítmico– que reaccionan a estímulos distintos, pero determinan el mismo resultado. La desigualdad digital no sólo separa oportunidades económicas, también separa formas de persuasión. El reto democrático es que ambas se encuentran cada vez más entrelazadas.

En la próxima elección, millones de ciudadanos recibirán más mensajes políticos de un algoritmo que de un ser humano. La decisión ya no dependerá sólo del mensaje, sino de cómo el sistema lo interpreta y lo devuelve, calibrado a cada perfil. Sin alfabetización digital y sin transparencia algorítmica, el voto libre puede seguir existiendo en papel, pero erosionarse en la práctica.

Las elecciones del futuro no se ganarán con mítines ni con encuestas, sino con lenguaje. Los candidatos del siglo 20 aprendieron a hablar a las multitudes; los del 21 deberán aprender a hablar a los algoritmos que intermedian con ellas.

La defensa del voto libre ya no será sólo logística, sino cognitiva: proteger la mente del ciudadano frente a un entorno capaz de anticipar nuestros miedos y deseos con precisión matemática. Porque la pregunta de esta década no es quién cuenta los votos, sino quién escribe las palabras que los deciden.

Si no aprendemos a gobernar ese lenguaje, otros lo harán por nosotros.