Señal: calidad deficiente de las calles y carreteras
Tendencia: bacheo temporal en lugar de rediseño estructural
El bache es una herida que nunca cierra. Con cada lluvia vuelve a abrirse, recordándonos que el suelo que pisamos también se desgasta, que las ciudades y carreteras se fracturan como cualquier cuerpo vivo. Y que el país, al acostumbrarse a esquivarlas, corre el riesgo de normalizar la fractura.
En la Ciudad de México, el gobierno ha lanzado planes multimillonarios para atender la carpeta asfáltica: bachetón tras bachetón, cuadrillas nocturnas, apps y líneas de reporte que prometen reparar en 48 horas. El plan integral de 2025 anunció 2 mil 250 millones de pesos para mil 250 kilómetros en 217 vialidades primarias. Sin embargo, especialistas advierten lo evidente: tapar un hoyo no es lo mismo que repavimentar con materiales de calidad y supervisión técnica. El ciclo es predecible: cada temporada de lluvias, las mismas grietas resurgen y con ellas la frustración ciudadana.
Al cierre de julio, los datos del Sistema Unificado de Atención Ciudadana (SUAC) mostraban que apenas una de cuatro denuncias por baches era atendida. Cifras más recientes de la Secretaría de Obras y Servicios (Sobse) documentan una labor importante en septiembre –2 mil 100 baches reparados y 130 kilómetros rehabilitados en vialidades primarias–, pero la percepción ciudadana es que la brecha no se está cerrando con la velocidad necesaria. Detrás de las estadísticas hay personas afectadas. Los taxistas que dejan de trabajar cuando llueve para no arriesgarse a caer en hoyos invisibles que terminan costando más que lo que ganan en un día. Y los ciudadanos que dependemos del coche para movernos y nos enfrentamos con cada vez mayor frecuencia a ponchaduras, suspensiones dañadas o reparaciones más costosas.
La red federal tampoco escapa. La Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción (CMIC) estima que dos de cada tres kilómetros de carretera en México están en mal estado. Y el propio director general de Conservación de Carreteras de la SICT reconoció en julio que con el presupuesto disponible en 2025 sólo se logrará mejorar alrededor del 2% de la red en un año.
El deterioro no es sólo cuestión de presupuesto: tiene que ver con la manera en que pavimentamos. En México predomina el asfalto de baja densidad colocado en capas delgadas, a menudo sin respetar procesos de compactación ni drenaje adecuado. La Auditoría Superior de la Federación ha señalado repetidamente deficiencias en la planeación y supervisión de contratos de conservación: materiales que no cumplen especificaciones, obras entregadas sin controles de calidad y repavimentaciones hechas en temporada de lluvias que reducen su vida útil. El resultado es un círculo vicioso: se invierte en “bacheo superficial” que dura meses en lugar de pavimentos estructurales que resistan años.
En países que privilegian la durabilidad, el estándar son mezclas asfálticas más densas o incluso concreto hidráulico en tramos críticos; aquí seguimos privilegiando lo barato y rápido, lo que condena a nuestras calles y carreteras a un deterioro crónico.
El contraste con otras naciones revela la magnitud de la brecha. Mientras México invierte apenas 0.2–0.3% de su PIB en infraestructura de transporte, países como China destinan alrededor de 5%. La diferencia no es sólo de cantidad, sino de filosofía: mientras allá se prioriza conservación y estándares de calidad, aquí seguimos atrapados en el ciclo de tapar lo urgente sin resolver lo estructural.
La movilidad cotidiana es la primera capa de la competitividad nacional. Antes de hablar de trenes de alta velocidad o de megaproyectos, deberíamos preguntarnos si somos capaces de garantizar calles transitables y carreteras seguras. Un país también se mide en cómo repara sus grietas: si las enfrenta como heridas que necesitan cuidado profundo o como simples obstáculos que se ocultan bajo un parche. La forma en que tratamos nuestras grietas habla de la forma en que tratamos nuestro futuro.

Señales y tendencia 


