El espejismo de Juan Pedro y la salvación de Aguado

Una tarde larga, soporífera, con momentos en los que el silencio pesaba más que la muleta



FOTOS: MANOLO BRIONES

Había expectación, y mucha. La plaza de Las Ventas, con ese aire de acontecimiento que solo se respira en las grandes citas, colgó el cartel de “No hay billetes”. Era una de esas tardes marcadas en rojo en el calendario del aficionado. Madrid esperaba el cartel con ilusión, porque reunía a dos toreros de gusto exquisito, de corte clásico, de los que, cuando hay toro, pueden cincelar el toreo más puro y eterno. Juan Ortega y Pablo Aguado. Sevilla en Madrid. El público acudió en masa, en busca del toreo despacioso. Pero lo que encontró fue un verdadero suplicio ganadero. Una tarde larga, soporífera, con momentos en los que el silencio pesaba más que la muleta.

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La gran responsable de todo fue la ganadería de Juan Pedro Domecq, que firmó uno de los encierros más deslucidos que se recuerdan esta temporada. Seis toros estaban anunciados, pero solo cinco llevaron su hierro; el sexto, curiosamente el único que ofreció algo, fue de Torrealta. El resto, una retahíla de toros sin fuerza, sin fondo, sin raza. Apenas un par de ellos se tenían en pie tras la primera tanda. Otros simplemente pasaban, con nobleza insulsa, pero sin ninguna transmisión. Y esto, en Madrid, es veneno.

Desde el primer toro, “Solterón”, quedó claro que la tarde iba a ser cuesta arriba. Juan Ortega, tan elegante en su expresión, lo saludó con verónicas a compás, con esa cadencia suya que despierta oles incluso en la brisa. Pero el toro ya perdía las manos antes de la faena. La muleta sirvió para confirmar la sospecha: un animal débil, soso, sin una embestida que se sostuviera. Ortega, inteligente, lo intentó sin ensañarse. Pinchó y se fue en silencio.

El segundo fue aún peor. “Martillero”, protestado desde que asomó por toriles, mostró pronto su falta de todo. Aguado trató de sacar agua de un pozo seco. No había un hilo del que tirar. El sevillano, eso sí, puso todo lo que no tenía el toro: gusto, voluntad, compostura. Pero era inútil. El de Juan Pedro no ofrecía ni una embestida entera. Silencio también para él, que se retiró entre la decepción general.

El tercero, otro juampedro, siguió el mismo guion: falto de raza, de empuje, de emoción. Ortega volvió a dejar detalles de su personalidad, algún muletazo suelto que parecía sacado con pinzas de un toreo imposible. Pero nada cuajaba. Los aficionados, con razón, empezaban a murmurar: no solo por el toro, también por la falta de actitud. Protestas, sí, pero también resignación. Nadie quiere silbar en una tarde que esperaba gloria.

El cuarto, “Samurai”, de 532 kilos, fue de los más presentables, aunque también protestado. Aguado volvió a gustar con el capote. Luego, en la muleta, firmó una faena de tesón, de querer mucho y poder poco. El toro tenía voluntad, pero no fuerza. El sevillano se impuso con temple y firmeza en las dos primeras series por el derecho. Hubo verdad, aunque el animal se apagó pronto. Fue una actuación seria, pero sin premio. Y la plaza seguía esperando.

Ortega saludó al quinto con intención, llevándoselo a los medios. Brindó con ganas de encender la mecha, pero todo se fue diluyendo. El toro, tan apagado como los anteriores, exigía un milagro para romper. Lo intentó por ambos pitones, buscó la distancia, el sitio, el tiempo, el temple… Pero sin transmisión, no hay toreo que sobreviva. Frío el público, descompuesto el conjunto, falló con la espada. Más silencio.

Y entonces, salió el sexto. Un Torrealta, el único que no llevaba la marca de Juan Pedro Domecq. Solo con eso ya tenía algo a favor. Aguado lo recibió con suavidad, sin lucimiento. Costó meterlo en la tela, pero el torero supo sujetarlo, comprenderlo. Y poco a poco fue llevándoselo. Empezó con ritmo, con temple, por abajo. El toro, que se arrancaba con cierto son, encontró en Aguado un cómplice ideal.

Lo del sexto fue otro mundo. Tandas medidas, naturales, cada vez más hondos. Aguado fue dibujando una faena con estructura, con pulso, con la verdad de quien sabe que no se puede dejar escapar ese tren. A pies juntos, girando sobre sí mismo, firmó los mejores pasajes de la tarde. Mató de una gran estocada. Y ahí sí, Madrid rugió.

Lo de Juan Pedro fue, una vez más, un espejismo que se desvanece nada más comenzar la tarde. En tardes como estas, los nombres no sirven si no hay toro. El prestigio ganadero debe sustentarse en la bravura, no en la propaganda. Este sábado, durante más de dos horas, Las Ventas se sumió en el tedio, en el desencanto. Solo la faena al sexto justificó la expectación, el lleno, las ilusiones puestas. Una faena, eso sí, que quedará como joya rescatada del naufragio.


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Se lidiaron toros de Juan Pedro Domecq, deslucidos, justos de presentación, flojos y sin raza, muy protestados; y uno de Torrealta (6º), con movilidad y cierta emoción, el único que permitió una faena destacada.

JUAN ORTEGA, silencio, silencio y silencio tras aviso. • PABLO AGUADO, silencio, ovación y oreja.