El Estado se rompe en el municipio

El asesinato del alcalde Carlos Manzo revela la fragilidad de la seguridad municipal y la urgencia de una política de protección local.


Señales y tendencia
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Señal: fragilidad de la seguridad municipal
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alcanzando un límite crítico de ruptura

Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, Michoacán, fue asesinado el 1 de noviembre durante el Festival de Velas del Día de Muertos, en la plaza principal de su ciudad, acompañado de algunos policías de confianza. Según la Secretaría de Seguridad federal, contaba con un esquema mixto de protección, con 14 elementos de la Guardia Nacional asignados a su resguardo, además de su equipo local.

Era un alcalde independiente, crítico de los gobiernos estatal y federal, y una de las pocas voces que insistía en que la seguridad no se impone desde arriba: se construye desde las instituciones locales, fortaleciendo a los policías, profesionalizándolos y dándoles una carrera digna.

Su muerte simboliza la derrota de esa idea. Según el Reporte de Violencia Política de Integralia Consultores (enero–junio 2025), en el primer semestre del año ocurrieron 253 hechos de violencia política en México, incluyendo 112 asesinatos. La mayoría de las víctimas -un 79%- fueron funcionarios, exfuncionarios o aspirantes a cargos municipales.

El dato es tan elocuente como devastador: la violencia política se concentra justo donde las instituciones son más débiles, en los municipios que deberían ser la primera línea de defensa del Estado.

El crimen organizado no mata por odio, mata por control. Cuando el Estado se retira, el poder se reconstituye por la fuerza. La muerte de un alcalde no sólo deja un vacío local, deja expuesto el vacío nacional: lo que debería ser la base de la gobernabilidad -el municipio– se ha vuelto el punto más vulnerable. La seguridad de México se sostiene sobre instituciones frágiles, mal pagadas y sin carrera profesional, mientras los criminales construyen las suyas con disciplina, lealtad y propósito.

Las reacciones oficiales fueron inmediatas. La presidenta Claudia Sheinbaum condenó el crimen y prometió “cero impunidad”. El gobernador de Michoacán informó de detenciones. Pero más allá de la indignación, la pregunta de fondo sigue abierta: ¿cuánto más resistirá un país que no puede garantizar la vida de sus autoridades locales? El asesinato de Carlos Manzo ha provocado un rechazo social que trasciende el duelo; alcaldes, periodistas y ciudadanos lo leen como el límite: el recordatorio de que nadie, ni siquiera quien gobierna, está a salvo.

Desde la perspectiva de seguridad nacional, este crimen desnuda un error estructural: hemos confundido seguridad con reacción. Se desplegaron fuerzas, se multiplicaron operativos, se centralizó el mando, pero se descuidó el pilar más importante: el vínculo entre el policía y la comunidad.

Ahí está el corazón de lo que se conoce como seguridad humana: proteger no sólo al Estado, sino a las personas, garantizando su derecho a vivir sin miedo, sin miseria y con dignidad. A esto se suma la seguridad multidimensional que amplía esa mirada: no hay paz sin desarrollo, sin cohesión social, sin instituciones creíbles, sin territorios donde la autoridad se viva como confianza y no como amenaza.

Para construir esa seguridad humana y multidimensional, México necesita volver a mirar a sus instituciones locales. La fortaleza del país no depende de cuántos soldados patrullen las calles, sino de cuántos policías municipales puedan mirar a los ojos a su comunidad sin miedo ni vergüenza. Una policía profesional, bien formada, con identidad y propósito, es una barrera más poderosa que cualquier muro o despliegue. Es también la única forma de evitar que las corporaciones sean cooptadas por las organizaciones criminales: darles pertenencia y futuro.

El asesinato de Carlos Manzo no es sólo un crimen, es una advertencia. Mientras la violencia siga arrebatando la vida a quienes intentan servir, no habrá progreso posible. México necesita una política de seguridad humana que empiece por proteger a quienes protegen, que devuelva sentido al uniforme y credibilidad al Estado.

Porque sin seguridad humana, no hay desarrollo, ni democracia, ni futuro. Y ningún país puede sobrevivir cuando servirlo se convierte en una sentencia de muerte.