Hace años, Ernesto Zedillo parecía un espectro del pasado. Callado, lejano, fuera del ruido. Hoy regresó. Y no ha pasado inadvertido: su mensaje sacudió en Palacio Nacional.
Zedillo fue presidente de México de 1994 a 2000. Su sexenio arrancó en medio de la peor crisis financiera de la época moderna y terminó con la primera transición democrática tras 71 años de hegemonía priista. Su legado es complejo: estabilizó la economía, pero cargó a generaciones con el peso del Fobaproa. Abrió la puerta a la democracia, pero dejó heridas profundas en Chiapas y Guerrero. Un presidente de claroscuros. Y precisamente por eso, su advertencia no fue ignorada.
El gobierno de Morena respondió como dicta el manual del poder: no debatiendo ideas, sino atacando al mensajero. “Ahora resulta que Zedillo es el paladín de la democracia”, ironizó Claudia Sheinbaum. Pero mientras la Presidencia juega a descalificar, el fondo del mensaje arde como pólvora.
DISPAROS AL MENSAJERO
Zedillo denunció, con nombre y apellido, lo que ve como la demolición de la democracia mexicana: la captura del Poder Judicial, la desaparición de organismos autónomos y elecciones judiciales controladas desde Palacio.
Este fenómeno no es nuevo. Cada régimen que ha querido eternizarse empezó por controlar los tribunales. Pasó en Venezuela, pasó en Nicaragua, pasó en Hungría, pasó en Rusia. La historia enseña que cuando hay poder sin contrapesos, la ley deja de ser un escudo y se convierte en un látigo.
El gobierno federal ha preferido centrar la discusión en los pecados de Zedillo, no en la verdad o mentira de sus advertencias. Es una estrategia vieja: atacar al emisor cuando el mensaje duele.
Pero la democracia no se mide por la biografía de quien la defiende. Se mide por los hechos. Y los hechos, hoy, son alarmantes.
ALARMA LEGÍTIMA
El expresidente expuso un escenario que nadie puede negar: una justicia que seguirá sometida al poder político, instituciones desmanteladas y un sistema electoral en la mira de reformas regresivas.
El argumento no es retórico. Es causa y efecto. Sin división de poderes, no hay Estado de derecho. Sin organismos autónomos, no hay vigilancia real. Sin elecciones limpias, no hay legitimidad. Sin jueces independientes, no hay justicia verdadera.
El Economist Intelligence Unit colocó recientemente a México en la categoría de “régimen híbrido”, debajo de democracias plenas y defectuosas. No es propaganda. Es un diagnóstico internacional.
Y puede gustar o no quien levanta la voz. Pero sería suicida ignorar la alarma solo porque no nos gusta el rostro de quien la toca.
MÁS ALLÁ DE ZEDILLO
No debe ser solo un debate sobre quién fue. Sí, hay que recordar la crisis del 94, el Fobaproa o la matanza de Acteal. Pero también hay que mirar de frente el presente. En el 2025. En el riesgo real de perder en años lo que costó décadas construir.
El gobierno federal pretende reducir una advertencia nacional a una revancha personal. Pero el país no puede jugar esa ruleta rusa. No se trata de si Zedillo tiene autoridad moral. Se trata de si México está en el camino correcto.
El debate ya está puesto: ¿se mide la democracia por el estruendo de los aplausos en las plazas? ¿Se mide en la soledad de un tribunal que resiste? ¿Se mide en una prensa que incomoda? ¿Se mide en un contrapeso que se atreve a decir “no” al poder? ¿O se mide en cada ciudadano que, aun en la adversidad, levanta la voz cuando todo parece inevitable?
Hoy lo dijo Zedillo. Mañana lo dirá otro. Porque los hechos permanecen. Y los hechos, al final, no necesitan un vocero.




