La flamante Ley General de Aguas -junto con las reformas a la Ley de Aguas Nacionales– aprobada por la Cámara de Diputados y promovida por la presidenta Claudia Sheinbaum ha sido presentada como un intento por “proteger el agua como derecho humano” y terminar con su mercantilización. Pero bajo ese discurso progresista se esconde un proyecto de control estatal absoluto que ha encendido las alarmas de agricultores, campesinos y ganaderos en prácticamente todo el país.
Uno de los puntos más nocivos para el sector rural es la prohibición de transmitir concesiones entre particulares. Derechos que antes podían heredarse, cederse o venderse libremente ahora quedarán sujetos por completo a la discreción de la Conagua. Con ello, los productores pierden autonomía sobre el recurso más importante para su supervivencia y ven cómo la burocracia federal se convierte en la nueva dueña del agua que alimenta sus cultivos, ganado y familias.
Agua: del pozo al escritorio de Conagua
La narrativa oficial asegura que estas medidas buscan frenar la corrupción y el acaparamiento del agua. Sin embargo, para miles de pequeños productores la reforma amenaza con convertir un sistema imperfecto en uno francamente inviable. Además de la eliminación de derechos sobre concesiones, la exigencia de infraestructura “sustentable” para renovar o mantener permisos coloca una carga imposible para quienes no cuentan con capital ni tecnología.
En la práctica, las nuevas reglas favorecen a actores con recursos -grandes corporaciones agrícolas o industriales– mientras ponen en riesgo a quienes dependen directamente del agua para subsistir. El campo mexicano, ya debilitado por crisis de precios, inseguridad, cobro de piso y falta de apoyos, enfrenta ahora un laberinto de trámites y decisiones discrecionales que podrían dejar sin agua a quienes menos capacidad tienen para defenderse.
El campo se levanta: protestas, tractores y rechazo frontal
A lo largo de varias semanas, agricultores, campesinos y ganaderos de más de dos docenas de estados han salido a las calles. Caravanas de tractores, bloqueos de carreteras, cierres de garitas y manifestaciones frente al Congreso han dejado claro el tamaño del descontento. La consigna es simple: esta ley amenaza su modo de vida.
Pese a ello, el gobierno federal decidió ignorar sus reclamos. La iniciativa avanzó sin modificaciones sustantivas, aprobada únicamente con los votos de Morena y sus aliados. La oposición votó en contra en bloque, denunciando que no hubo un proceso de consulta real, que se afectó el derecho a heredar concesiones y que la reforma concentra el poder en manos del Ejecutivo a costa de las comunidades rurales e indígenas.
Para los productores, el mensaje es contundente: el gobierno no los escuchó, y la ley se aprobó tal como salió del escritorio presidencial.
Promesas huecas, consecuencias reales
El riesgo no es simbólico. Para muchos productores, la imposibilidad de transmitir concesiones significa la pérdida de patrimonio familiar y la caída del valor de sus tierras. Para otros, significa enfrentar una incertidumbre permanente en la que un trámite o retraso podría dejarlos sin agua en plena temporada agrícola.
La reforma, que prometía justicia hídrica, corre el riesgo de consolidar un nuevo monopolio estatal y agravar la desigualdad entre quienes tienen medios para adaptarse y quienes apenas sobreviven. El campo mexicano, más que nunca, siente que se legisla desde lejos y sin entender su realidad.
Mientras tanto, los tractores siguen en las carreteras. Y el conflicto, lejos de resolverse, apenas comienza.




