Señal: las costumbres se sostienen, aunque cambien gobiernos y leyes.
Tendencia: mientras no se confronten las costumbres, los sistemas se mantendrán.
Un sistema injusto puede caer en un día. Una costumbre injusta puede sobrevivir décadas. La semana pasada planteamos que en México hemos aprendido a optimizar la injusticia: a perfeccionar sistemas que ya no sirven, en vez de rediseñarlos. Hoy quiero dar un paso más: incluso si esos sistemas cayeran, la injusticia volvería a armarse mientras sobrevivan las costumbres que la alimentan.
Hannah Arendt lo advirtió al analizar el juicio del nazi Eichmann: “El mal más peligroso es el que se comete con normalidad, como si fuera parte del trabajo de cada día”. Las rutinas y hábitos colectivos son raíces invisibles: puedes cortar el árbol, pero si las raíces siguen vivas, tarde o temprano volverá a brotar.
En México, varias de esas raíces están tan integradas que ya ni las vemos: la corrupción menor aceptada como “comisión necesaria”. El clientelismo disfrazado de “apoyo”. El uso patrimonialista de lo público asumido como “así funcionan las cosas”.
No es cierto que las costumbres arraigadas sean imposibles de cambiar; hay ejemplos que lo demuestran. En Singapur, los pequeños sobornos para agilizar trámites desaparecieron casi por completo desde los años noventa, gracias a una narrativa pública que los nombró siempre como “corrupción” y a sanciones rápidas que convirtieron la práctica en socialmente inaceptable. En Uruguay, el clientelismo ligado a programas sociales se redujo al diseñar transferencias como un derecho ciudadano con reglas claras, y sostener esa visión sin importar el partido en el poder. En España, el uso patrimonialista de bienes públicos pasó de ser tolerado a convertirse en motivo de escándalo, al combinar transparencia proactiva con leyes que hicieron visible cualquier abuso.
En todos estos casos, el cambio cultural se mantuvo porque coincidieron tres factores: narrativa clara, instituciones consistentes y presión social. Si falta alguno, la costumbre tiende a regresar.
Pierre Bourdieu lo llamaría habitus: el conjunto de hábitos, percepciones y disposiciones que aprendemos sin darnos cuenta y que nos hacen actuar como si el mundo no pudiera ser de otra manera. Si no cuestionamos ese marco mental, podemos cambiar las leyes y seguir viviendo igual.
Tres acciones para romper las costumbres que perpetúan la injusticia:
Primero, narrativa clara: nombrar sin anestesia lo que está mal. No “fugas administrativas”, sino corrupción; no “prácticas culturales”, sino privilegios excluyentes. En México lo vimos con la tipificación del feminicidio: el cambio de nombre visibilizó una violencia antes diluida en las estadísticas de homicidio, abrió la puerta a políticas específicas y cambió la conversación pública. Cuando el lenguaje nombra con precisión, la costumbre empieza a tambalearse.
Segunda, instituciones consistentes: alinear reglas, incentivos y sanciones para que las nuevas prácticas se sostengan en el tiempo. Un ejemplo parcial fue la reforma a las compras públicas del IMSS que lleva más de 12 años en marcha y que, de acuerdo con valoraciones de la OCDE, pasó de ser un sistema fragmentado y opaco a otro con licitaciones públicas con expedientes disponibles en línea que ha reducido riesgos de colusión.
Tercera, presión social: convertir el cambio en expectativa ciudadana. El uso obligatorio del cinturón de seguridad en la Ciudad de México es ilustrativo: al inicio hubo resistencia, pero campañas, multas y la adopción social lograron que hoy sea una práctica normalizada. La presión no vino sólo de las autoridades, sino de la expectativa entre conductores y pasajeros de que “se debe hacer”. Cuando la sociedad abraza la nueva norma, retroceder se vuelve casi imposible.
Podemos desmantelar un sistema entero y al día siguiente empezar a construir otro igual, si las costumbres que lo sostenían siguen vivas. Lo verdaderamente transformador no es sólo cambiar las reglas, sino cambiar la forma en que vivimos y nombramos lo que es justo.
Porque una transformación real no se mide por la narrativa, sino por la justicia que produce. Y eso, todavía, no ha llegado.




