La amabilidad digital tiene un precio. Cada vez que un usuario agrega un “por favor” o un “gracias” al interactuar con ChatGPT, no sólo extiende la frase: activa procesos que consumen energía, requieren mayor capacidad de infraestructura y generan gastos millonarios. Sam Altman, director de OpenAI, fue claro: esos gestos de cortesía ya han costado decenas de millones de dólares.
La causa es técnica y directa. Los modelos de lenguaje no interpretan ideas; descomponen las frases en tokens y realizan cálculos estadísticos para predecir la siguiente palabra. Cada término adicional incrementa la complejidad del procesamiento. Esta operación, multiplicada por millones de consultas diarias, exige centros de datos que funcionan de forma ininterrumpida y consumen cantidades colosales de electricidad.
Lo que parece insignificante en un intercambio individual, escala rápidamente en volumen y costo. Cada expresión que no aporta información esencial demanda recursos de cómputo, eleva el consumo energético y contribuye al desgaste de la infraestructura tecnológica. En este contexto, la cortesía digital no es sólo una fórmula de urbanidad: es un factor de ineficiencia con efectos medibles.
El impacto ambiental no es menor. Un solo correo electrónico redactado por inteligencia artificial consume, en promedio, 0.14 kilovatios-hora. Las conversaciones extensas y elaboradas requieren aún más energía. Este patrón de uso contribuye directamente al aumento de las emisiones, justo cuando la emergencia climática exige reducirlas de forma drástica.
¿Por qué las grandes tecnológicas no corrigen este hábito? Porque forma parte del diseño de la experiencia que buscan consolidar. Microsoft sostiene que un lenguaje cordial no sólo suaviza las respuestas, sino que mejora la interacción. Los sistemas, entrenados para imitar patrones, replican la amabilidad cuando la identifican. Así, la cortesía se convierte en una herramienta que refuerza la ilusión de un diálogo genuino.
El 55% de los usuarios asegura que mantiene estas formas por costumbre o principios éticos. Un 12% lo hace por una razón más reveladora: la creencia de que, en algún momento, las máquinas recordarán quién las trató bien. Aunque saben que no hay conciencia al otro lado, prefieren actuar como si la hubiera.
Para OpenAI, este comportamiento no es un error, sino un activo estratégico. “Decenas de millones de dólares bien gastados”, escribió Altman. Cada palabra añadida refuerza la percepción de un interlocutor atento, capaz de captar no sólo preguntas, sino emociones.
Aquí aparece la gran paradoja de esta era. Cuanto más habilidosas son las máquinas en simular humanidad, más dispuestos estamos a aceptar esa simulación como suficiente e inclusive como equiparable. La inteligencia artificial no necesita comprender; basta con que reproduzca los gestos correctos. Y esa representación, cuidadosamente diseñada, parece suficiente para establecer un vínculo emocional.
Lo inquietante no es que la tecnología perfeccione la apariencia de comprensión, sino que los usuarios renuncien con tanta facilidad a la búsqueda de interlocutores reales. Cada “gracias” no educa a la máquina; redefine lo que esperamos de una conversación.
En ese intercambio discreto, lo que ocurre no es la revolución de la inteligencia artificial, sino la proactiva desaparición de la interacción humana auténtica. La tecnología no avanza porque se acerque a lo humano, sino porque nos convence de que lo humano ya no es imprescindible.
Mientras los algoritmos perfeccionan su habilidad para imitar, las personas parecen conformarse con la idea de que la imitación basta. Y, quizá, ese sea el verdadero precio de la cortesía: empezar a ser irrelevantes los unos a los otros.




