En México, llenar el tanque de gasolina es un acto de fe

Cargar gasolina en México es un acto de fe marcado por incertidumbre en calidad, cantidad y origen del combustible.


RANCÉ
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En la mayoría de los países, cargar gasolina es un trámite rutinario: uno paga, llena el tanque y sigue su camino. En México, en cambio, es un ejercicio espiritual. Aquí nadie llena el tanque: lo que uno llena es la esperanza. Esperanza de que la bomba esté calibrada, de que la gasolina sea gasolina, de que no venga adulterada o bendecida con el aroma químico del huachicol fiscal.

Empecemos por lo básico: la calidad. En otras partes del mundo, el octanaje y la pureza del combustible son un estándar. Aquí son un misterio. Nuestras refinerías —obsoletas, fatigadas y operando muy por debajo de su capacidad— producen poco, caro y con calidad irregular. Y aun así, una parte de esa producción termina mezclándose con combustibles importados para intentar cumplir especificaciones.

La ironía es que, en pleno discurso de “soberanía energética”, el 80% de la gasolina que consumimos viene del extranjero. Ocho de cada diez litros. Si eso es soberanía, entonces también somos autosuficientes en fe.

Pero la historia se oscurece más cuando aparece el menos visible de todos los huachicoles: el huachicol fiscal. No se trata ya de tomas clandestinas, sino de buques tanque completos que descargan millones de litros en puertos mexicanos sin registro claro de origen ni calidad. Después, decenas de pipas los distribuyen por todo el país como si fueran producto regular. El consumidor, mientras tanto, mira la pistola de la bomba con la misma confianza que tendría frente a un frasco sin etiqueta en una farmacia dudosa.

Y si la incertidumbre sobre la calidad es grande, la de la cantidad no se queda atrás. Profeco ha documentado múltiples casos de bombas alteradas, mangueras “rasuradas” y sistemas que entregan menos de lo que marcan. Una estimación conservadora de merma del 5% —muy común en estaciones sancionadas— eleva el precio real del litro de gasolina premium de 26 a más de 27 pesos. Con esa simple corrección, México deja de estar en el promedio internacional y se coloca arriba de Japón y cerca de los países europeos de gasolina cara. Nada mal para un país que presume tener una de las gasolinas “más baratas” del mundo.

Para dimensionar el panorama, comparemos precios aproximados por litro de gasolina premium (92–95 octanos): Estados Unidos, $17.60; Japón, $22.60; España, $39; Alemania, $40; Reino Unido, $44. México, $26. Pero si aplicamos la merma del 5%, México sube a 27.36 pesos. Y todo esto ocurre en un mercado que se ha vuelto rígido, opaco y profundamente vulnerable.

Las restricciones a los privados, los permisos congelados, la caída en la producción nacional y la dependencia de importaciones crean un entorno donde la incertidumbre sustituye a la regulación.

En ausencia de instituciones fuertes, el consumidor vive entre mitos y sospechas: qué si tal marca rinde más, que si los litros son completos, que si este camión trae huachicol disfrazado de premium. Aquí la percepción pesa más que la evidencia, porque la evidencia casi nunca es pública.

Por eso, cada vez que un mexicano acude a la gasolinera, vive una pequeña ceremonia íntima: confía en que el combustible sea real, en que la bomba no esté alterada, en que el motor no se queje mañana. En otros países, llenar el tanque es una transacción. Aquí, es un acto de fe… y con suerte, sin consecuencias en el taller.