Enorme triunfo de Diego San Román en Guadalajara

Corta dos orejas y sale a hombros en una noche de gran emoción



Foto: Manolo Briones

GUADALAJARA.- Guadalajara vivió una noche de toros que dejó una sensación inequívoca: Diego San Román ha dado un paso adelante en su carrera. No solo triunfó; impuso una forma de entender el toreo que pasa por la autenticidad, la entrega total y la capacidad de emocionar sin artificios. En la Plaza Nuevo Progreso, bajo una lluvia pertinaz, el queretano se adueñó del ruedo y del corazón del público.

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La verdad de San Román

Con “Joyerito”, de Boquilla del Carmen, se abrió el telón de una actuación que marcaría la noche. Desde el saludo de capa, San Román mostró una torería de altos vuelos, un sabor clásico y una expresión artística que caló hondo. El tercio de varas, protagonizado por Eduardo Reyna, fue de los que dignifican la suerte, bien ejecutado y aplaudido. Luego vino una faena de muleta que combinó fuerza interior y dominio técnico, una labor que fue creciendo en intensidad y hondura. Se quedó quieto, templó y mandó, toreando con el alma y sin concesiones.

La espada lo privó de un premio mayor, pero el público —puesto en pie— le reconoció el valor de su entrega. Ese primer toro no fue solo una faena; fue una declaración de principios.

La sombra del deslucimiento

El paso de Isaac Fonseca por Guadalajara dejó la sensación de lucha sin recompensa. Con “Guantero” y más tarde con “Escritor”, el michoacano se enfrentó a dos toros sin fondo ni emoción. Fonseca, siempre voluntarioso, mostró disposición y oficio, pero no halló materia prima para desarrollar su concepto. Su esfuerzo fue mayor que su fortuna.

Marco Pérez, juventud con empaque

El joven Marco Pérez, en su presentación ante el exigente público tapatío, dejó destellos de gran torero. Con “Vencedor”, toreó con suavidad y clase, sobre todo por el derecho, donde ligó series templadas y de trazo largo. Por el izquierdo hubo menos colaboración, aunque los naturales fueron de nota alta. La espada lo traicionó, pero su porte y serenidad revelan que no es promesa, sino realidad en formación.

Con “Cortesano”, volvió a brillar su temple y naturalidad. Su faena, estructurada y medida, mostró oficio y torería, aunque la espada volvió a cerrarle el triunfo. Guadalajara, sin embargo, ya lo adoptó como uno de los suyos.

El clímax: “Pardito” y la consagración

El momento cumbre llegó con “Pardito”, el cuarto del encierro. Un toro áspero, con poca fuerza, que exigía más cabeza que fuerza bruta. Ahí San Román hizo lo que pocos pueden: inventar el toreo donde parece que no lo hay.

Desde el saludo de rodillas, lleno de arrojo y torería, hasta las manoletinas finales, todo fue emoción y entrega. Toreó en redondo, con abandono, con esa quietud que solo poseen los que dominan el miedo. En el caos del toro, halló la armonía; en la aspereza, la belleza. La plaza se le rindió con pasión, consciente de estar ante un torero diferente.

La estocada, certera y rotunda, fue el broche de una obra mayor. Dos orejas que no fueron premio de una tarde, sino confirmación de un camino.

Epílogo

La corrida de Boquilla del Carmen tuvo altibajos, pero cumplió en presencia y ofreció momentos de interés. Los mejores toros —primero y tercero— fueron aplaudidos en el arrastre. Sin embargo, más allá del juego del ganado, la historia de la noche fue humana y torera: un joven matador que toreó con la verdad en el pecho y el corazón en la punta de la muleta.

Diego San Román no vino a Guadalajara a confirmar nada: vino a reafirmar que el toreo grande no se declama, se demuestra. Y lo suyo, más que un triunfo, fue una lección de autenticidad.