Fermín Rivera: Vocación, legado y el arte efímero de demostrarse a uno mismo

En una tarde histórica en San Luis Potosí, marcada por los 20 años de alternativa de Fermín Rivera, los 130 años de la Monumental El Paseo y los 60 años de su ganadería



Hay tardes que no se explican: se sienten. Y en el ruedo, como en la búsqueda interior de un hombre, llega un momento en que ya no se torea para el público, ni siquiera para la historia, sino para enfrentarse a esa voz íntima que exige ser respondida. Hoy, en San Luis Potosí, en una tarde cargada de aniversarios —20 años de alternativa, 130 años de la Monumental El Paseo, 60 años de la ganadería que lleva su apellido—, Fermín Rivera se miró en ese espejo.

Tres celebraciones que parecían líneas paralelas confluyeron en un punto: un hombre y su destino. En términos budistas, podría decirse que Fermín se sentó simbólicamente en el centro del mandala: allí donde el pasado deja de ser recuerdo y se vuelve responsabilidad; donde la vocación no es un don sino una práctica; donde el legado no se hereda, se sostiene.

Una encerrona es, en esencia, un acto de desnudez espiritual. El torero se queda solo con su verdad, sin pretextos, sin atajos. Torear seis toros —y un séptimo de regalo— es ponerse frente al espejo interior y demostrar que el arte efímero del toreo sólo existe cuando se vive con plenitud ese instante irrepetible.

Y así, con el peso de su apellido, de su dinastía y de la plaza que le vio crecer, Fermín Rivera asumió su reto. Fue un acontecimiento taurino que ya pertenece a la memoria grande de San Luis Potosí.

Aquí comienza la crónica.

La Crónica

Abrió plaza “Vocación”, nombre preciso para el toro que marcó el tono espiritual de la tarde. Rivera lo saludó con brevedad y brindó a su afición. La faena fue un ascenso: un pitón derecho virtuoso, reposo y verdad. Falló con la espada y escuchó palmas.

El segundo, “Pasión”, serio y bien hecho. Quite ceñido por chicuelinas. Faena templada y clásica, con un toro noble que permitió lucimiento. Otro pinchazo dejó todo en palmas.

Con “Afición” surgió la expresión más íntima del torero. Verónicas sentidas, ritmo, pausa y hondura. La faena pedía premio, pero la espada volvió a negarlo.

Llegó “Legado”, el toro señalado. Negro, serio, profundo. Fue aquí donde Fermín desató una faena grande. La mano izquierda, poesía pura. Pinchazo y estocada: oreja y arrastre lento para el toro.

El quinto, “Arte Efímero”, fue exigente. Rivera estuvo firme por ambos pitones, especialmente por el derecho. La estocada rubricó su actuación.

El sexto, “Ilusión”, fue el más ingrato: áspero y complicado. Fermín estuvo valiente y mató pronto. Palmas.

Para cerrar, regaló “Dinastía”. Un toro con pocas opciones, pero el torero creó la faena desde la nada, inventando el toreo en cada muletazo. Una estocada eficaz le otorgó dos orejas, cerrando una tarde que ya es histórica.

Hoy, Fermín Rivera no sólo toreó siete toros: se toreó a sí mismo. Como enseña el budismo, cuando un hombre se enfrenta con sinceridad a su propio camino, aparece la iluminación, no como milagro, sino como claridad.

En la Monumental El Paseo, ante su afición y con el peso de 130 años de la plaza, 60 años de su hierro ganadero y 20 de alternativa, Fermín mostró que el toreo, cuando nace del alma, es un arte efímero… pero eterno.