Fiscalías sin autonomía: el retroceso institucional

Sheinbaum busca reformar las fiscalías, lo que amenaza su autonomía y pone en riesgo el Estado de derecho en México.



La autonomía de las fiscalías en México fue una conquista tardía, pero fundamental, en el lento tránsito hacia un Estado de derecho. La figura del Ministerio Público independiente, blindado frente a los vaivenes políticos y ajeno a la tentación del poder presidencial, surgió de la necesidad de impedir que la justicia se convirtiera en un instrumento de persecución. Fue, en su momento, una puerta cerrada al autoritarismo. Hoy, esa misma puerta está siendo forzada.


La propuesta impulsada por la presidenta Claudia Sheinbaum para modificar la estructura de las fiscalías y subordinar su funcionamiento al Ejecutivo federal —bajo el pretexto de “eficiencia” y “armonización del sistema penal”— revive viejas prácticas que se creían superadas. Junto con otras iniciativas recientes que vulneran la presunción de inocencia y debilitan el derecho a un juicio justo, lo que está en marcha es una regresión institucional de gran calado.


No es casualidad que esta ofensiva legal coincida con la intención de concentrar más poder en el gobierno federal. En el papel, las reformas se presentan como mecanismos para combatir la impunidad o acelerar procesos judiciales. En la práctica, abren la puerta a la discrecionalidad, a la justicia selectiva y al uso político de las investigaciones penales. El peligro de una Fiscalía General convertida en brazo operativo del Ejecutivo es, ni más ni menos, el riesgo de volver a los tiempos en que los enemigos del régimen podían ser encarcelados sin pruebas y los aliados exonerados sin juicio. Lo mismo ocurriría en las fiscalías estatales, si perdieran su autonomía.


Las consecuencias son múltiples y preocupantes. Primero, se erosiona el equilibrio de poderes. Segundo, se debilita la confianza ciudadana en las instituciones. Y tercero, se mina el núcleo mismo del proceso democrático: la garantía de que la ley es pareja para todos. Si la justicia deja de ser imparcial, si los fiscales son comisarios del poder político, entonces se rompe la arquitectura democrática que sostiene cualquier democracia funcional.


Esta no es una batalla técnica ni un debate jurídico menor. Es una disputa por el alma del sistema legal mexicano. En su momento, la creación de fiscalías autónomas fue un antídoto frente al presidencialismo autoritario. Revertir esa medida, aunque sea parcialmente, es un síntoma de regresión democrática. El control político de las fiscalías equivale a tener el monopolio de la espada y el escudo: la posibilidad de castigar a los críticos y proteger a los incondicionales.


A lo largo del continente, los países que han debilitado la autonomía de sus ministerios públicosNicaragua, Venezuela, El Salvador— muestran un patrón común: persecución de opositores, criminalización del disenso, erosión del sistema de pesos y contrapesos. ¿Ese es el camino que México está dispuesto a seguir?


Es hora de que el Congreso, la academia, el Poder Judicial y la sociedad civil levanten la voz. La justicia no puede ser rehén de intereses políticos. El sistema penal debe proteger derechos, no vulnerarlos. Cualquier intento por someter a las fiscalías al poder presidencial debe encender todas las alarmas.
Porque lo que está en juego no es una reforma más. Es, sencillamente, la diferencia entre un país con justicia y un país con persecución y castigo político.