La discusión sobre la adolescencia y el uso de redes sociales suele presentarse como un debate meramente de acceso tecnológico. Sin embargo, resulta clave impulsar una reflexión más profunda: ¿cómo están impactando las plataformas digitales a los individuos en su etapa de mayor desarrollo humano? Australia acaba de imponer una política pública que restringe a los adolescentes el uso de redes sociales. México, como muchas democracias del sur global, observa esa discusión desde un terreno marcado por prioridades más urgentes.
Fue en septiembre pasado cuando, ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el primer ministro australiano Anthony Albanese anunció la medida que intenta recomponer la relación entre infancia, plataformas digitales y el Estado. A partir de su entrada en vigor, el 10 de diciembre, ninguna persona menor a 16 años puede tener una cuenta en redes sociales.
El objetivo, sostienen, es otorgar a los adolescentes tiempo adicional para fortalecer vínculos presenciales, desarrollar resiliencia emocional y adquirir herramientas que les permitan interactuar con entornos digitales desde una mayor madurez.
La política australiana parte del principio de que los individuos en esa franja de edad se encuentran en una etapa de alta plasticidad cerebral, sensibilidad a la validación social y búsqueda de pertenencia. En ese contexto, los sistemas algorítmicos, diseñados para maximizar la atención mediante recompensas intermitentes y comparación constante, actúan como agentes formativos. Para el gobierno australiano, retrasar el acceso a dichas plataformas ayudará a los adolescentes a mejorar sus habilidades sociales y, con ello, a construir una sociedad mejor articulada.
Los datos ayudan a dimensionar el alcance de la medida. Antes de la ley, cientos de miles de adolescentes australianos entre 13 y 15 años participaban activamente en Instagram, Snapchat y TikTok. La nueva regulación traslada la responsabilidad a las empresas tecnológicas, que deberán verificar la edad y desactivar cuentas juveniles bajo sanciones significativas. El diseño regulatorio combina alcance amplio, supervisión independiente y resguardos de privacidad.
El argumento del gobierno se articula alrededor de un daño acumulativo. Las redes sociales operan como amplificadores de ansiedad, espacios de presión social intensa y canales de exposición a riesgos graves, incluida la extorsión sexual. Albanese habló desde el contacto directo con familias que acompañan procesos de recuperación mental y con padres que transformaron pérdidas irreparables en acción cívica. Esa experiencia puede ayudar a revisar y discutir cómo abordar la problemática en otras latitudes, incluido México.
Y es que en Australia la restricción del uso de teléfonos en aulas se asoció con mejoras académicas y sociales. Cuando la interacción cara a cara se recupera, la vida comunitaria adquiere mayor cohesión. Este paso abre un debate internacional inevitable. Las plataformas operan a escala global y los algoritmos aprenden y forman sin fronteras.
Sin embargo, el tema no parece primordial en México, donde la experiencia adolescente está atravesada por una problemática más primaria: la inseguridad cotidiana. Violencia, crimen organizado, desapariciones y economías ilegales configuran el entorno vital de millones de jóvenes. La inexistencia de un piso mínimo de derechos consolidados desplaza el abordaje de otras dinámicas perniciosas que los afectan.
Aun así, este panorama no invalida el debate. La experiencia australiana funciona como laboratorio normativo y como espejo incómodo.
La discusión sobre adolescentes y redes sociales plantea una pregunta central del siglo XXI: quién gobierna la atención y, con ella, la formación de la conciencia. Cuando los sistemas algorítmicos organizan deseos y percepciones a escala masiva, proteger la infancia equivale a proteger la autonomía futura. Las sociedades que comprendan que la atención es un recurso político finito estarán mejor preparadas para preservar la libertad humana en la era digital.



