Señal: el Grito como ritual narrativo del poder
Tendencia: emerge la soberanía como símbolo clave
La madrugada del 16 de septiembre de 1810 no fue sólo un llamado a las armas: fue el nacimiento de un contenedor simbólico que dice “somos país”. Desde entonces, el Grito condensa independencia y pertenencia: tocar la campana, nombrar a los héroes, renovar la soberanía. No es casual que el rito haya sobrevivido dos siglos: es una puesta en escena anual del pacto nacional.
En el siglo XIX, entre Reforma e Intervención, el Grito reafirmó la independencia frente a potencias extranjeras. En tiempos de Porfirio Díaz se institucionalizó el 15 de septiembre como fecha oficial, uniendo la celebración patria a su propio cumpleaños: gesto de apropiación personalista que convirtió el ritual en símbolo de poder.
Durante el siglo XX, cada presidente añadió o modificó nombres, revelando la batalla simbólica de su tiempo. Lázaro Cárdenas introdujo a Morelos para reforzar la narrativa de justicia social y pueblo; Luis Echeverría amplió la lista con Vicente Guerrero, en línea con su discurso nacionalista; Carlos Salinas llegó a reordenar o eliminar nombres, como intento de control discursivo en medio de crisis de legitimidad. El Grito se consolidó como espejo de la Presidencia: la liturgia no era fija, era plástica, adaptada a la narrativa de cada gobierno.
Con Fox, el Grito se tiñó del sello de la alternancia. En 2001 incluyó por primera vez a Leona Vicario y habló de “unidad nacional y paz”, inscribiendo la transición democrática en el ritual. En 2006, el traslado a Dolores Hidalgo, por el Zócalo tomado en la crisis poselectoral, mostró que el rito también puede servir de válvula de legitimidad. Con Calderón, los “vivas” se escucharon bajo la sombra de la violencia: el atentado en Morelia en 2008 marcó para siempre el tono de seguridad, y en 2010, en el Bicentenario, el Grito buscó proyectar fortaleza en plena guerra contra el narcotráfico. Peña Nieto mantuvo la fórmula institucional, pero sus “¡viva México!” resonaron cada vez más desconectados de la realidad: en 2013, con protestas contra la reforma energética, y tras 2014, con Ayotzinapa como herida abierta, el ritual se convirtió en escenario de repudio ciudadano más que de unidad.
AMLO reescribió la liturgia con “vivas” nuevos: a la fraternidad universal, al amor al prójimo, a la soberanía. En medio de la polarización y la pandemia, transformó el Grito en plataforma ética y popular, donde cada palabra añadida era también programa de gobierno.
Este 2025, el hito es doble: por primera vez una mujer encabezó el Grito desde Palacio Nacional, nombrando a las heroínas de la independencia y subrayando la soberanía como palabra-faro del sexenio. El símbolo (voz de mujer, banda y escolta femeninas) y la tesis de país (soberanía en un mundo interdependiente) se encontraron en el balcón. Sus “¡viva nuestra soberanía!” resuenan en un contexto de presión internacional en seguridad y finanzas: la liturgia vuelve a ser brújula.
El Grito sigue siendo espejo del presente: independencia en el XIX; unidad estatal en el XX; alternancia, legitimidad y seguridad en los 2000; ética pública en el sexenio anterior; y ahora soberanía frente a vientos externos. Es el mismo rito, pero cada época lo llena con su ansiedad central.
La disputa política mexicana –y la construcción de legitimidad– se juegan cada vez más en la diplomacia simbólica: cada palabra y cada “viva” son un marcador de rumbo. Si 2025 abre con soberanía como consigna, podemos anticipar un sexenio donde la coordinación con EEUU y las tensiones globales serán el eje inevitable de la narrativa presidencial.
El Grito no repite el pasado: lo reinterpreta. Es memoria y proyecto. En la campana resuena 1810, en la arenga se escucha 2025. La pregunta para nuestra tesis de país es si podremos convertir esa palabra-ancla –soberanía– en políticas sostenibles de seguridad, energía, tecnología y finanzas, para que el ritual no sea solo eco, sino brújula.

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