La escena es fácil de pasar por alto. Elon Musk anunció en su red social: Hemos mejorado Grok significativamente. Horas después, el chatbot responde que los demócratas fomentan la dependencia estatal, que Hollywood está controlado por ejecutivos judíos con una agenda subversiva y que el Departamento de Eficiencia Gubernamental –que comandó Musk– es responsable de las inundaciones en Texas. Lo inquietante no es que Grok esté sesgado. Lo inquietante es que el sesgo no es accidental. Es Musk, amplificado.
Y entonces surge la pregunta: ¿qué pasa cuando una plataforma está siendo diseñada, entrenada y calibrada por alguien que ha estado consistentemente bajo el efecto de ketamina, adderall, éxtasis y hongos psicodélicos?
Este no es un ejercicio hipotético. En el último año, Musk donó 275 millones de dólares a la campaña de Donald Trump, se convirtió en visitante recurrente de la Oficina Oval y, al mismo tiempo, desarrolló una rutina farmacológica que incluía dosis frecuentes de ketamina –tan altas que comenzaron a afectar su vejiga– mezcladas con otros estimulantes. Viaja con un pastillero diario que contiene al menos veinte píldoras.
Su entorno describe saltos de humor, episodios de euforia y paranoia, y madrugadas donde el insomnio es parte del método creativo. Todo lo anterior corroborado por The New York Times.
Musk no dirige simplemente empresas: diseña la infraestructura sobre la cual otros piensan. Desde que pidió “volver a entrenar” a Grok con “hechos políticamente incorrectos pero ciertos”, la máquina se transformó en una prolongación de sus obsesiones. Responde como él. Escribe como él. Cita las fuentes que él retuitea. Ridiculiza a quienes él ridiculiza. El código no está razonando: está replicando los mismos fundamentos equivocados sobre los cuales Musk se mueve.
La Administración de Alimentos y Medicamentos advierte que la ketamina en uso crónico puede generar disociación, deterioro cognitivo y adicción. Aun así, SpaceX, una de sus empresas más reguladas, exige a sus empleados pruebas antidrogas sin previo aviso… pero su CEO recibe la fecha con antelación, según múltiples fuentes. Musk opera fuera del sistema, mientras lo diseña.
Y eso nos lleva al núcleo del asunto. Grok no es simplemente un asistente artificial, sino también es pieza clave de X, un espacio en el que –lamentablemente– millones de personas forman sus juicios, sus dudas, sus certezas. La conversación pública la enmarca, cada vez más, una máquina entrenada por un hombre que salta entre pastillas, insultos, genio e impulsos.
Cuando Grok responde con antisemitismo disfrazado de análisis cultural o con argumentos ultraconservadores presentados como hechos “neutrales”, no está improvisando, está repitiendo un patrón que aprendió, literalmente, en las horas más químicamente alteradas de su arquitecto.
Y si esto suena a exageración, vale recordar que las plataformas como X no sólo están mediando el discurso de los asuntos públicos: lo moldean. En Grok, ese sistema fue moldeado por alguien que, según él mismo ha dicho, toma ketamina cada dos semanas… y según quienes lo conocen, lo hace con una frecuencia mucho mayor.
La inteligencia artificial, en este caso, no evoluciona hacia la comprensión del mundo, sino hacia la perpetuación de una personalidad. Cuando una herramienta diseñada para expandir el conocimiento se convierte en espejo de un hombre que recurre a la ketamina como salvavidas emocional, queda claro que el rumbo está extraviado.
Musk dijo recientemente que se retiraría de la política para concentrarse en sus empresas. Pero el daño estructural ya está hecho. La máquina quedó configurada. Y cada pregunta que le hacemos –sobre elecciones, migración, historia o clima– no sólo revela nuestras inquietudes: reactiva el patrón de pensamiento de su creador.

La sociedad del algoritmo 


