Hace una década, el movimiento antitaurino irrumpió en nuestro país con ínfulas de cruzada moral. Apoyados por políticos oportunistas, de esos que cazan votos con cualquier causa de moda, ocupan titulares, redes sociales y debates estériles con su discurso lacrimógeno. Prometen salvar al toro bravo, pero, tras años de alaridos y pancartas, el dato es tan duro como el albero: no han salvado la vida de un solo toro. Ni uno.
El antitaurismo es un circo de demagogia en el que las palabras grandilocuentes sustituyen a los hechos. Nos hablan de crueldad, de ética, de un mundo ‘más humano’, pero sus propuestas no resisten el menor escrutinio. ¿Qué ofrecen al toro bravo? Nada.
Sin la tauromaquia, esta raza única, criada con esmero para la lidia, desaparecería. No hay santuarios, no hay campos infinitos en los que pasten felices los toros que dicen querer salvar. Su plan es una utopía hueca que ignora la biología, la economía y la cultura.
Mientras los antitaurinos se desgastan en performances y hashtags, los ganaderos, toreros y aficionados sostienen un mundo que, con todos sus matices, preserva una tradición milenaria y un ecosistema único. La tauromaquia no es solo espectáculo; es un pilar cultural que genera empleos, conserva paisajes y mantiene viva una raza que, sin la plaza, no tendría razón de existir.
Los críticos, en cambio, no traen soluciones. Solo gritan, señalan con el dedo mientras el toro bravo, su supuesto protegido, queda en el limbo.
No es casualidad que, en todo este tiempo, los antitaurinos no hayan presentado un solo proyecto concreto. Sus campañas se nutren de la emoción fácil, de imágenes manipuladas y frases de efecto, pero carecen de sustancia. ¿Cuánto cuesta mantener a un toro bravo toda su vida? ¿Quién pagará por esos “santuarios” de los que tanto hablan? Silencio. Su activismo es de postureo, de likes y retuits, pero en la arena de la realidad, no han movido un solo grano.
La tauromaquia, en cambio, es tangible. Cada festejo es una lección de valor, de arte, de conexión con nuestra historia. No es perfecta, claro, pero es honesta en su crudeza. Frente a ella, el antitaurino se refugia en la hipocresía: condena la lidia mientras ignora la ganadería intensiva o el abandono de otros animales.
Si tanto les duele el toro, ¿por qué no luchan por los millones de reses que mueren en mataderos sin gloria ni respeto? Porque no se trata de salvar animales, sino de imponer una moral de salón.
Diez años de ruido y el marcador sigue en cero. Ni un toro salvado, ni un proyecto viable, ni una idea que trascienda el eslogan. La próxima vez que escuchen a un antitaurino pontificar, pregúntenle: ¿dónde están los toros que has salvado? La respuesta será el silencio, porque, en este debate, las palabras se las lleva el viento, pero los hechos pesan como un toro de lidia.




