El mundo es un lugar raro, ilógico. O tal vez no y es sólo cuestión de enfoques. Gianni Infantino creó el Premio de la Paz de la FIFA y se lo regaló a su amigo Donald Trump. “Definitivamente mereces el primer Premio de la Paz de la FIFA por tu acción, por lo que has logrado a tu manera”, le dijo al mandatario al inicio de la ceremonia en la que se sortearon los grupos de la próxima Copa del Mundo.
Casi dos meses antes, el mandamás del ente rector del futbol en el planeta había impulsado en la Cumbre de Gaza que el presidente de Estados Unidos recibiera el Premio Nobel de la Paz.
Poco importan las acusaciones de tortura a migrantes encerrados en centros ex profeso para ello, en una cruzada que ha lanzado con dureza desde su regreso a la Casa Blanca, su amenaza de invasión a Venezuela (más allá de que quien gobierna ese país robó las elecciones del año pasado), la matanza de un centenar de supuestos narcotraficantes en el mar Caribe o su culpabilidad en 34 casos graves en EU.
En una magnífica entrevista en El País, le preguntaron hace unos días al gran cineasta Costa-Gavras, director de Z (1969), si Trump merecería una película hecha por él. “Ese retrato del tirano pueril, que juega con el mundo por pura vanidad y egolatría, aun a riesgo de destruirlo, ya lo hizo Charles Chaplin en El gran dictador, y yo no me siento capaz de hacer algo comparable”.
“Dictador“. La relación de la FIFA con el poder es llamativa. No ve –o no quiere ver o le conviene– a quien le da su aval. El mismo Infantino se plegó a los pies del presidente-dictador de otra potencia mundial: Putin. En 2018, el presidente de la FIFA le regaló la sede del Mundial. Hubo acusaciones de sobornos para quedarse con el evento; no importó. Un año después, reciprocidad. Putin condecoró a Infantino con la Orden de la Amistad por su “contribución a la Copa Mundial” y Rusia dio su apoyo para un nuevo mandato frente al órgano rector del futbol mundial.
Pero hay otros casos con otros actores. Era 1973. La Unión Soviética y Chile disputaban un boleto para el Mundial de Alemania 74. La serie debía disputarse a ida y vuelta. El primer juego, el 26 de septiembre de ese año en el Estadio Lenín de Moscú; el de vuelta, el 21 de noviembre en el Nacional de Santiago. Pero el 11 de septiembre, dos semanas antes del primer cruce, Augusto Pinochet bombardeó La Moneda y derrocó al gobierno de Salvador Allende.
El Estadio Nacional sirvió como campo de prisioneros improvisado donde hasta 20 mil hombres y mujeres fueron torturados a manos de la junta militar. Los registros oficiales dicen que 41 personas fueron asesinadas ahí en las ocho semanas que sirvió como centro de detención. Para recibir la vuelta ante los soviéticos, el gobierno intentó limpiar la casa y preparó el inmueble para el partido de vuelta, donde todo se decidía, pues igualaron 0-0 en Moscú. La URSS se quejó de que la sede del juego era un lugar de sangre y la FIFA anunció que investigaría.
Fueron emisarios. Ese día a muchos de los prisioneros los llevaron a vestuarios subterráneos del estadio. A punta de pistola los obligaron a guardar silencio, pero los funcionarios de la FIFA estaban más interesados en el estado del pasto. Hubo aval y el partido se podía jugar, pero los soviéticos boicotearon y no se presentaron. Chile jugó en Alemania 74.
Cuatro años después, Argentina 78. En el discurso inaugural en el Estadio Monumental de Núñez, el dictador Jorge Rafael Videla –considerado el líder de la dictadura más sangrienta en la historia del país–, acompañado de autoridades eclesiásticas, declaró inaugurado “el Mundial de la paz”. A su lado también estaba el brasileño Joao Havelange, que quería que todo funcionara perfecto en su primer Mundial como presidente de la FIFA.
A sólo 700 metros del estadio estaba la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el principal centro de detención, tortura y muerte de la dictadura. Durante ese Mundial hubo 50 desaparecidos. La FIFA no vio o no quiso ver.
Tal vez sea sólo cuestión de enfoques. Puede que el mundo sea raro, ilógico. O tal vez no lo sea.



