La fuerza de la tradición toma el Zócalo

Escuchen al pueblo que trabaja, que cría y preserva”: la consigna de los taurinos



Foto: Raúl Reyes y Diego Real

CIUDAD DE MÉXICO.- Aún no despuntaba el sol cuando los primeros camiones comenzaron a llegar a La Alameda Central de la capital. Antes de las siete de la mañana, los rostros curtidos por el campo, los sombreros, los estandartes y los pasos decididos de cientos de personas ya daban cuenta de una jornada que no sería una más.

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Eran los taurinos, los criadores de aves de combate, los canófilos, los pajareros, y los cazadores que, con dignidad y firmeza, llegaban a recordarle al poder legislativo que en este país también hay tradiciones vivas, sectores productivos silenciados y derechos elementales que no pueden ser ignorados.

A las 8:30 de la mañana, la concentración ya era una masa compacta. La Plaza de la República, las bocacalles de avenida Hidalgo, y los flancos del Eje Central hervían de consignas, mantas, música, y, sobre todo, de una convicción firme: “Sin campo, no hay ciudad; sin tradiciones, no hay identidad.”

Pasadas las nueve, el contingente comenzó su marcha. Avenida Hidalgo fue la arteria de arranque, el Eje Central su columna vertebral, y Donceles el preámbulo de lo que sería una jornada histórica. Frente a la Cámara de Diputados, la manifestación se detuvo unos minutos. No hubo gritos vacíos ni violencia. Solo una exigencia serena pero enérgica: “Escuchen al pueblo que trabaja, que cría, que preserva.”

El Zócalo, testigo milenario de las voces que han forjado la nación, recibió a los manifestantes con respeto. La marcha no fue solo una protesta: fue una manifestación de cultura, de historia, de memoria y de resistencia. En el templete montado frente a Palacio Nacional, las ponencias se dividieron en cuatro bloques, cada uno con un mensaje claro y con rostro humano.

Pero fue el bloque taurino el que logró arrancar no solo aplausos, sino silencios profundos. Marbella Romero, con voz clara y serena, recordó que la tauromaquia no es espectáculo vacío ni entretenimiento banal: es arte, es ética, es simbiosis entre hombre y animal. “Prohibir lo que no se conoce es ignorancia. La tauromaquia educa el carácter, eleva el alma y preserva especies que sin ella desaparecerían”, dijo.

El ganadero Manuel Sescosse, con décadas de historia a cuestas, habló de economía rural, de los cientos de miles de empleos que dependen de la fiesta brava, de la derrama en municipios olvidados, de los ganaderos que mantienen viva una genética única en el planeta. “Se quiere borrar con decretos lo que generaciones han forjado con sudor y pasión. No lo permitiremos.”

Isaac Fonseca, torero joven, puso la emoción sobre la mesa. “Yo no mato por matar. Yo me juego la vida por un instante de verdad, por una conexión ancestral entre el hombre y el toro. Esto es cultura. Es valentía. Es identidad.”

Cada voz en el Zócalo representó no solo un gremio, sino una batalla contra la invisibilización sistemática de los sectores rurales y populares. La tauromaquia, lejos de ser un reducto de élites o una excentricidad del pasado, fue presentada como lo que realmente es: una de las expresiones culturales más arraigadas y complejas del mundo hispano.

Los críticos hablarán de maltrato, de modernidad, de derechos animales. Pero hoy, los taurinos recordaron que los derechos humanos también existen, y que en México hay lugar para la diversidad, para el debate, y para el respeto mutuo.

Hoy, los que aman el campo, los que viven de la crianza y de la tradición, no pidieron permiso. Exigieron ser escuchados. Porque la cultura no se cancela: se defiende. Y en el corazón de la ciudad, los ecos de los clarines aún resuenan.