Señal: los ciclos entre escasez y abundancia de agua
Tendencia: el cambio climático incrementa frecuencia de extremos
En México, la paradoja del agua es que tenemos demasiada y, al mismo tiempo, no la tenemos donde hace falta. En menos de un año, el país pasó de temer quedarse sin agua a verla desbordarse por todas partes. A inicios de 2025, el sistema Cutzamala operaba por debajo de la mitad de su capacidad y se hablaba de un posible “día cero” en el Valle de México. Hoy, tras semanas de lluvias torrenciales que dejaron decenas de muertos y miles de viviendas afectadas, los principales embalses están casi al cien por ciento. Lo que cambió no fue el clima, sino la manera en que seguimos sin saber gobernarlo.
Las inundaciones recientes expusieron una vez más la fragilidad de nuestra infraestructura hidráulica. No es un problema nuevo, pero sí cada vez más visible: las presas, drenajes y canales fueron diseñados para un régimen climático que ya no existe. El cambio climático ha vuelto extremos los contrastes, condensando en un mismo año la escasez y el exceso, la sequía y la tormenta. Esa inversión de polos simboliza una falla más profunda: la incapacidad del Estado para anticipar los riesgos y coordinar una respuesta integrada.
El Valle de México refleja mejor que ninguna otra geografía esta falla. Ni siquiera el Túnel Emisor Oriente, la obra hidráulica más ambiciosa de las últimas décadas, logra contener el nuevo régimen de lluvias. Diseñado bajo la lógica del siglo XX —cuando las tormentas eran excepcionales y la prioridad era desalojar el agua lo más rápido posible—, su eficacia técnica se ha vuelto su mayor límite. Cada tormenta que el túnel conduce hacia el Valle del Mezquital es agua que la ciudad pierde para sus propios periodos de escasez. A ello se suman los efectos secundarios de un sistema que mezcla aguas pluviales y residuales, impidiendo su aprovechamiento y agravando el hundimiento del suelo. En lugar de invertir en soluciones integrales, se ha optado por medidas reactivas: sectorización de redes, sustitución de tuberías, compra de pipas y camiones hidroneumáticos que atenúan la emergencia, pero no transforman la estructura del problema. Es un modelo que expulsa el agua que podría salvarnos y que, por diseño, renuncia a la resiliencia.
La jefa de Gobierno de la Ciudad de México reconoció esta semana que se requieren transformaciones de fondo para enfrentar los nuevos patrones de lluvia y escurrimiento. En el resto del país, los gobiernos locales enfrentan los mismos dilemas con menos recursos y sin un sistema nacional que articule esfuerzos. Seguimos actuando por reacción, desplegando operativos de emergencia cuando el daño ya está hecho, mientras la planeación, el mantenimiento y la prevención continúan relegados.
En el mundo, las ciudades que conviven con el agua están cambiando de paradigma. Brisbane, Rotterdam o Valencia han diseñado infraestructura híbrida, combinando tecnología y soluciones naturales para absorber y dirigir los excesos. No buscan dominar el agua, sino convivir con ella. México, en cambio, mantiene una política hídrica fragmentada, dependiente del ciclo presupuestal y de la voluntad de cada administración. Lo que necesitamos no es más cemento, sino continuidad, datos y visión territorial de largo plazo.
El agua siempre ha sido metáfora paralela del poder que la gobierna: fluye donde encuentra cauce, se estanca donde lo pierde y desborda cuando no se le contiene. Hoy el cauce institucional está erosionado. Donde falta, vemos abandono; donde sobra, descontrol. Y en ambos casos, la confianza ciudadana se filtra por las grietas de la improvisación.
Entre la sequía y la inundación no hay contradicción, sino señal de una carencia de raíz: la de gobernar con previsión, coordinación y respeto por los límites naturales. No basta con esperar que llueva ni celebrar que los embalses se llenen. Gobernar el agua es anticipar los extremos y entender que el futuro no depende de cuánta agua tengamos, sino de la inteligencia con que la hagamos fluir.

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