La plasticidad de la inteligencia artificial

Los avances del cómputo siguen la ruta del cerebro humano: de los sentidos al lenguaje, y ahora al desafío de la cognición.


Miguel Ángel Romero
La sociedad del algoritmo

Una metáfora que ayuda a entender el estado de la inteligencia artificial actual está en el cerebro humano. El cerebro se organiza en etapas: primero desarrolla la visión y la audición, después adquiere el lenguaje, y finalmente madura la cognición. Ese recorrido explica la plasticidad, la capacidad de transferir lo aprendido de un contexto a otro, de aplicar una experiencia sensorial a una situación social o a un problema matemático.

La inteligencia artificial ha seguido un trayecto similar. Primero conquistó la visión computacional, después integró el lenguaje y hoy comienza a tantear el terreno del razonamiento. La comparación y adaptabilidad es sumamente compleja: sirve para situar la discusión en su justa medida. Hemos llegado a sistemas capaces de traducir, generar imágenes o diagnosticar con precisión, pero el desafío pendiente es el que define a la inteligencia: recombinar lo ya aprendido para resolver problemas nuevos.

François Chollet lo formula con claridad al señalar que la inteligencia se mide por su plasticidad, por su capacidad de generar patrones inéditos a partir de conocimientos previos. Los sistemas actuales aún destacan en la repetición y en el reconocimiento de patrones, pero carecen de la versatilidad que permite improvisar, trasladar aprendizajes y crear soluciones imprevistas. Por eso los investigadores insisten en que el gran reto está en el salto hacia arquitecturas que emulen esa flexibilidad humana, más que en la simple escala de cómputo.

El informe de MIT Technology Review Insights recoge las expectativas de los expertos y las cifras son reveladoras. Hace apenas unos años se hablaba de medio siglo para alcanzar la llamada inteligencia general. Hoy, la probabilidad de que sistemas con esas características aparezcan hacia 2028 es cercana al cincuenta por ciento. Existe un diez por ciento de posibilidades de que para 2027 ya superen a los humanos en toda tarea concebible y un horizonte de 2047 en el que la mitad de los expertos espera que logren un desempeño superior en cualquier ámbito. Estas proyecciones ayudan a enmarcar un clima de urgencia que condiciona gobiernos, empresas y universidades en lo que se refiere a la regulación y su uso.

El valor de la metáfora del cerebro radica en que aclara dónde estamos. Hemos completado la fase sensorial y lingüística y nos asomamos a la etapa cognitiva. El paso que falta es el de la plasticidad: transferir aprendizajes entre dominios, improvisar soluciones, inventar patrones nuevos. Ese será el umbral que marque la diferencia entre máquinas que imitan y máquinas que piensan por sí mismas.

En este punto la lección deja de ser técnica y se vuelve cultural. Nuestras sociedades han cultivado la especialización, el prestigio del experto que domina un detalle. Pero la verdadera inteligencia surge cuando ese conocimiento se combina, se traduce y se transforma en otro terreno y adquiere fines múltiples. La inteligencia artificial refleja ese dilema y está en camino a resolverlo. Ha perfeccionado tareas particulares y sofisticadas, pero necesita la flexibilidad que convierte la información en creatividad.

Comprender la plasticidad como el núcleo de la inteligencia artificial permite leer con mayor claridad la etapa actual. La tecnología se encuentra en la fase más compleja, la que exige ir más allá de la acumulación de datos y de la repetición de patrones. En ese sentido, uno de los aspectos más relevantes es cómo se está construyendo y definiendo esa plasticidad en el cómputo que terminará dando origen a una inteligencia artificial madura en la que su nivel de eficiencia y autonomía no implique un riesgo para la humanidad.