En los últimos días, la propuesta de reforma a la Ley de Amparo impulsada por la presidenta Claudia Sheinbaum ha ocupado el centro del debate público. Sus defensores la presentan como un paso para fortalecer la gobernabilidad y evitar que intereses particulares bloqueen proyectos de alcance nacional. Sus críticos, en cambio, advierten que, bajo el ropaje de la eficiencia, se esconde un retroceso peligroso en la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
La discusión sobre la retroactividad de la reforma —que ya se anuncia será retirada en la Cámara de Diputados— apenas rasca la superficie. El verdadero problema no es un tecnicismo jurídico, sino el núcleo mismo de la figura del amparo: la posibilidad de que cualquier ciudadano pueda acudir a los tribunales para frenar actos de autoridad que violen sus derechos.
Las ventajas aparentes
Es cierto que el amparo ha sido utilizado en ocasiones como herramienta de chantaje político o de obstáculo para proyectos de infraestructura. Casos sobran: carreteras detenidas, obras públicas frenadas durante años. Desde la óptica del gobierno, limitar el amparo parece abrir el camino a la eficacia, al desarrollo sin bloqueos, a la concreción de proyectos que benefician a la mayoría.
Este discurso conecta con una narrativa popular: la de acabar con “los amparos a modo” que empresarios poderosos o intereses corporativos interponen para proteger privilegios. La reforma, entonces, se viste de un manto de justicia social.
Los riesgos reales
Pero el problema central es otro: el amparo no fue diseñado para proteger obras, sino personas. Su esencia es fungir como último recurso frente a los excesos del poder. Limitar su alcance equivale a debilitar la válvula de escape del sistema democrático.
El riesgo es evidente: que bajo el argumento de “agilizar” proyectos se acabe blindando al gobierno frente a cualquier cuestionamiento judicial. En los hechos, se reduciría el margen para que ciudadanos comunes defiendan su derecho a un medio ambiente sano, a la propiedad privada, a la libertad de expresión o a la educación de calidad.
El gran peligro es que, al restringir el acceso al amparo, se coloque a los ciudadanos a merced de un poder sin contrapesos. Porque si algo ha demostrado nuestra historia política es que las autoridades —de cualquier signo— tienden a confundir eficacia con imposición.
Un retroceso disfrazado de avance
La reforma, en su narrativa oficial, pretende terminar con el abuso del amparo. Sin embargo, su verdadero efecto sería debilitar uno de los mecanismos más importantes de control constitucional. No se trata de corregir excesos, sino de recortar libertades.
El México que salió del autoritarismo en los años noventa apostó por un entramado institucional para garantizar derechos y contener arbitrariedades. Modificar el amparo en los términos que plantea el gobierno significaría dar un paso atrás hacia la concentración de poder.
Un país más dócil
Si bien la eficiencia administrativa y el combate a la corrupción judicial son objetivos loables, el camino no puede ser cercenar los derechos ciudadanos. Una democracia madura se mide, precisamente, por su capacidad de garantizar que incluso el individuo más débil pueda enfrentar al poder con un recurso legal efectivo.
La pregunta de fondo es si la reforma busca construir un país más justo o uno más dócil. La respuesta, a la luz de los riesgos, parece inclinarse por lo segundo. Y esa, sin duda, es la peor de las señales para el futuro democrático de México.




