La sociedad postrabajo

El mundo avanza hacia una sociedad postrabajo, pero México sigue atado a una cultura laboral agotadora. Urge repensar el valor del trabajo y la dignidad más allá de la productividad.


Guillermo Ortega Rancé

Durante buena parte de nuestra historia, preguntarle a alguien “¿a qué te dedicas?” ha sido una forma educada de decir “¿quién eres?”. El trabajo no sólo ha organizado los horarios y definido los ingresos, también ha moldeado la identidad, el propósito y la dignidad social. Pero algo está cambiando.

Un estudio del King’s College London con datos del World Values Survey muestra que, en algunos países europeos y asiáticos, menos del 50% de los jóvenes considera que el trabajo sea un componente central de sus vidas. En paralelo, la inteligencia artificial y la automatización aceleran la desaparición de empleos tradicionales, sin que se vislumbre una sustitución equivalente. No se trata sólo de un reto económico: es un terremoto cultural.

A nivel global, comienza a emerger una sociedad postrabajo en la que el empleo deja de ser el pilar estructural de la identidad, el sentido y la ciudadanía. En distintos países se están probando jornadas de cuatro días y discutiendo el “derecho al descanso”. En otros se realizan experimentos con el ingreso básico universal como alternativa ante la disminución del empleo tradicional. Hay una exploración clara de modelos sociales con menos empleo en los que el trabajo deja de definir quiénes somos y lo que hacemos con nuestro tiempo.

Mientras otras sociedades debaten cómo vivir con más tiempo y menos empleo, en México seguimos atrapados en una narrativa que glorifica el esfuerzo sin descanso. La cultura del “échale ganas” convive con jornadas extenuantes, informalidad creciente y salarios que no alcanzan. Según datos de la OCDE, México es uno de los países que más horas trabaja al año… y uno de los que menos productividad genera por hora.

La contradicción es evidente: trabajamos más, ganamos menos y vivimos con más estrés. Y, sin embargo, insistimos en que el empleo es el único camino válido hacia la dignidad. Esta narrativa deja fuera a millones: jóvenes en la economía informal, mujeres cuidadoras no remuneradas, adultos mayores sin pensión y personas desplazadas por tecnologías que no entienden ni controlan.

La automatización en México no se vive como una liberación del trabajo, sino como una amenaza silenciosa que precariza aún más a quienes ya vivían al filo. Si no replanteamos desde ahora qué entendemos por trabajo, valor y propósito, el país llegará tarde —una vez más— al siguiente contrato social.

Repensar este futuro implica actuar desde tres frentes a la vez: rediseñar la educación para que forme personas capaces de construir sentido más allá de la empleabilidad; diseñar políticas públicas que reconozcan y valoren el tiempo liberado, con redes de protección que incluyan a quienes hoy no caben en el modelo laboral formal; y cambiar las narrativas culturales para que el valor humano no dependa exclusivamente de la productividad. No se trata de abandonar el trabajo, sino de liberar a la vida de su dominio exclusivo. Porque trabajar no puede seguir siendo la única forma de existir.

La revolución industrial nos enseñó a vivir para trabajar. La revolución digital podría enseñarnos a vivir para otra cosa. Pero para eso, hay que atrevernos a formular nuevas preguntas: ¿qué nos da identidad cuando ya no hay empleo? ¿Qué tipo de vínculos creamos cuando el trabajo no organiza la vida? ¿Qué valores sostienen una sociedad donde la productividad no es la vara de medida?

Si no somos capaces de redefinir el valor humano más allá del empleo, la era postrabajo no traerá emancipación, sino ansiedad, fragmentación y desarraigo. La pregunta no es si el trabajo va a dejar de estar en el centro —eso ya está ocurriendo—, sino si tendremos la madurez colectiva para ocupar ese vacío con algo mejor.