La trampa del asistencialismo

En un contexto global marcado por el envejecimiento poblacional y la automatización, el desafío ya no es si el Estado debe garantizar el bienestar, sino cómo hacerlo de forma sostenible



Señal: transferencias directas con una población que envejece

Tendencia: insostenible de financiar a largo plazo

En un mundo que envejece y se automatiza, la pregunta ya no es si el Estado debe garantizar el bienestar, sino cómo hacerlo de manera financieramente sostenible. Las transferencias directas, que en su momento fueron un instrumento poderoso contra la pobreza extrema, hoy enfrentan una realidad más compleja: ya no basta con entregar dinero. Hay que construir capacidades para el futuro.

La señal es clara: desde Corea del Sur hasta Canadá, distintos países están replanteando sus esquemas de protección social. Finlandia experimentó con un ingreso básico condicionado al aprendizaje; Países Bajos liga beneficios al cuidado comunitario.

Japón es un caso paradigmático: como el país con la población de mayor edad promedio del mundo, ha sostenido durante décadas su red de bienestar mediante una política monetaria expansiva y deuda pública masiva. Con una relación deuda/PIB cercana al 260 %, ha recurrido sistemáticamente a la compra de bonos por parte del Banco de Japón para sostener el gasto social. Pero ese modelo ya muestra sus límites. El año pasado Olivier Blanchard, execonomista jefe del FMI, advirtió que, si el banco central subía las tasas, “Japón podría enfrentar una recesión muy fuerte”. Este año, con el inicio del alza de tasas, el primer ministro japonés, Shigeru Ishiba, alertó que “la situación fiscal está más deteriorada que en Grecia durante su crisis de 2010”. El riesgo es evidente: una política de bienestar sostenida artificialmente con deuda e impresión de dinero, sin reformas de fondo, camina hacia un punto de quiebre.

En América Latina, sin embargo, el debate sigue atascado en una falsa disyuntiva: más ayudas o menos ayudas, como si el problema fuera de cantidad y no de diseño.

En México, el presupuesto 2025 mantiene la apuesta por programas sociales, incluyendo pensiones para adultos mayores y becas educativas, a pesar de recortes en salud, seguridad y medio ambiente. Sin embargo, no hay evidencia clara de que este gasto se traduzca en mayor movilidad social. Según un análisis reciente del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), sólo tres de cada 100 mexicanos consiguen avanzar a un grupo con mayor peso económico en México. Este dato revela que, a pesar del gasto social sostenido, la mayoría de los mexicanos sigue atrapada en el mismo nivel socioeconómico en el que nació.

Los programas sociales mitigan el hoy, pero no construyen el mañana: sin una estrategia que conecte transferencias con desarrollo de capacidades, educación de calidad y redes de cuidado, el riesgo es que la política social se quede en un asistencialismo sin autonomía.

No se trata de cancelar ayudas –eso sería cruel e insostenible socialmente–, sino de replantear su sentido. El bienestar del futuro no debe ser sólo redistributivo: debe ser formativo, preventivo y productivo.

¿Qué podríamos hacer?

Primero, activar el potencial de las personas, no sólo asistirlas: que los programas sociales no se limiten a transferencias económicas, sino que incluyan acceso real a herramientas que empoderen a las personas, como educación digital básica, redes de cuidado infantil y formación para el empleo.

Segundo, medir lo que importa: no sólo el monto entregado, sino las capacidades generadas. Por ejemplo, se podría crear un Índice de Bienestar Activo que refleje movilidad real.

Tercero, cocrear pactos comunitarios de movilidad social: pilotos municipales donde las transferencias estén ligadas a compromisos colectivos de educación, empleo o emprendimiento.

México no puede seguir atrapado en un asistencialismo resignado. La verdadera justicia social no es mantener a las personas en la sobrevivencia, sino acompañarlas a construir autonomía.

Porque si no rediseñamos el bienestar como una escalera, lo convertiremos en un pozo.

Guillermo Ortega Rancé

@ortegarance