Donald Trump ha regresado a la Casa Blanca, y con él, una política de presión constante hacia México. Apenas han transcurrido unos meses y el tono ya es el mismo —si no es que más áspero— que durante su primer mandato. La diferencia es que ahora las presiones no son amenazas: son hechos consumados.
Primero fue el cierre de la frontera a las importaciones de ganado mexicano, con el argumento de contener el brote del gusano barrenador. Luego, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) presumió públicamente haber participado en un operativo en territorio mexicano para desmantelar laboratorios de drogas, una acción que encendió todas las alarmas en el gobierno mexicano.
A esto se suma el reciente informe de la DEA, que señala que los cárteles mexicanos —en particular el de Sinaloa y el CJNG— operan con una presencia “extendida y sofisticada” en más de 40 estados de la Unión Americana. La agencia subraya que el tráfico de fentanilo y metanfetaminas sigue alimentando la epidemia de sobredosis en EE.UU., y coloca a México en el centro del discurso de seguridad nacional estadounidense.
La presencia directa de agentes estadounidenses en operativos dentro del país vulnera no sólo la soberanía nacional, sino la narrativa oficial de que la relación bilateral se basa en el respeto mutuo. La Casa Blanca no sólo aprieta: actúa, impone, presume. Y el gobierno de México, una vez más, ha optado por el bajo perfil, por la contención silenciosa, por la diplomacia sin confrontación.
La historia no es nueva. En 2019, cuando Trump amenazó con imponer aranceles si no se frenaba la migración, México desplegó a la Guardia Nacional en la frontera sur. El arancel no llegó, pero el costo político fue alto. El mensaje fue claro: ceder evita el golpe, pero también valida la amenaza.
Ahora, con Trump nuevamente al mando, la pregunta ya no es si Claudia Sheinbaum está preparada para enfrentarlo. La pregunta es si está dispuesta a marcar un límite. Porque las señales que envía su gobierno hasta ahora apuntan a una estrategia de continuidad: evitar la confrontación, preservar la relación, no escalar.
Pero frente a un interlocutor como Trump, que usa el comercio como arma, la migración como chantaje y la retórica como ofensiva, la cautela puede ser interpretada como debilidad. Y la buena vecindad puede convertirse, sin quererlo, en sumisión.
La diplomacia no exige estridencia, pero sí firmeza. Y México, en este nuevo capítulo de su relación con Estados Unidos, necesita algo más que prudencia. Necesita trazar límites, exigir reciprocidad y defender sus decisiones internas sin pedir permiso.
El próximo gesto de presión ya se anticipa. Y si México no responde con claridad, el costo no será sólo económico o político. Será el de una soberanía administrada desde fuera.