La tauromaquia en México enfrenta un crepúsculo innegable. Con la Plaza México cerrada desde 2022 por un amparo que prohíbe las corridas en la Ciudad de México, y con pocas esperanzas de reapertura mientras Clara Brugada gobierne —o incluso hasta un nuevo sexenio, según los rumores que circulan en el ambiente taurino—, el arte de lidiar toros bravos se tambalea.
Los datos son claros: la capital, epicentro histórico de la fiesta brava, permanece silenciada, y la amenaza de una prohibición federal, similar a la que ya opera de facto en la urbe, acecha como una sombra.
En este contexto, las redes sociales han inflamado ilusiones vanas. Se habló con grandilocuencia de trasladar la Temporada Grande a Aguascalientes, pero la realidad desmiente tales fantasías. La Feria de Calaveras, que en 2024 congregó a 120 mil asistentes según la Secretaría de Turismo local, podría extenderse con un serial adicional, pero llamarlo Temporada Grande equivale a confundir un aperitivo con el banquete.
Aguascalientes, con su plaza de quince mil localidades, no sustituye el coso de Insurgentes, capaz de albergar a 41 mil almas. Pretenderlo resulta un autoengaño.
El problema trasciende la geografía. La tauromaquia mexicana padece una fractura interna que sus actores se niegan a admitir. Lejos de la cacareada unión, los ganaderos, empresarios y toreros jalan cada uno por su lado, priorizando intereses mezquinos sobre el bien común.
En 2023, la Asociación Nacional de Criadores de Toros de Lidia reportó mil 234 corridas en el país, un 15% menos que en 2019, reflejo de una industria que se contrae sin un frente unificado para contrarrestar las embestidas antitaurinas.
Peor aún, la fiesta brava se anquilosó. Las nuevas generaciones de profesionales, aferradas a fórmulas caducas, han desdeñado al público joven. Mientras en España los toreros como Roca Rey llenan plazas con estrategias modernas de comunicación —sus redes suman millones de seguidores—, en México los carteles repiten nombres y formatos de hace décadas.
Las entradas para la última temporada en la Plaza México, antes del cierre, apenas alcanzaron el 60% de ocupación. El relevo generacional brilla por su ausencia, y el espectáculo, el más antiguo de los jóvenes, envejece sin remedio.
Con el barco a la deriva, los taurinos intentan achicar agua a cubetazos, pero el daño es estructural. La desatención a las nuevas audiencias, sumada a la falta de una estrategia legal y política para blindar la tauromaquia, ha dejado al sector al borde del colapso.
Si no se actúa con urgencia, el noble arte de Cúchares podría convertirse en un recuerdo, y no por la fuerza de los antitaurinos, sino por la indolencia de quienes debían defenderlo.
La tauromaquia mexicana, herida de muerte, enfrenta su hora más oscura. Mientras los taurinos se aferran a espejismos y se culpan entre sí, el ruedo se vacía y el público se aleja. Si no surge un torero que, con valor y visión, lidie el toro de la desunión y la obsolescencia, la fiesta brava no solo perderá la Plaza México, sino su alma misma. El reloj avanza, y el último paseíllo está más cerca de lo que muchos quieren admitir.




