Optimizar la injusticia

El texto denuncia la optimización de sistemas injustos en México y propone un rediseño radical con enfoque ético y estructural.


Señales y tendencia
Señales y tendencia

Señal: cada sexenio se promete con nuevos nombres, pero los sistemas se mantienen.
Tendencia: optimizar lo que está roto se ha vuelto más común que transformarlo.

En México, la injusticia no es sólo una herida: es un patrón. Nacer sin acceso a servicios básicos, sin seguridad física, sin posibilidad real de aprendizaje o movilidad social no es una anomalía: es lo más probable. Y sin embargo, en lugar de enfrentar con radicalidad ese hecho, hemos aprendido a gestionarlo.

Somos un país experto en mejorar lo disfuncional. Reformamos sin transformar. Digitalizamos sin redistribuir. Evaluamos sin reimaginar. Y así, terminamos afinando las estructuras que perpetúan el abandono de la mayoría desfavorecida de la población.

El sistema educativo, por ejemplo, fue creado para igualar oportunidades. Pero en la práctica, reproduce la desigualdad desde el origen. Hemos modificado planes de estudio, capacitado docentes, introducido herramientas digitales… sin cambiar la realidad de millones de niños que estudian con carencias básicas, sin conexión, sin condiciones. Optimizar un sistema injusto es, también, una forma de injusticia.

El sistema de salud promete cuidar la vida, pero enfermarse en México puede significar arruinarse, endeudarse o morir esperando. Se cambian modelos administrativos sin garantizar personal suficiente, medicinas, condiciones mínimas de atención.

La justicia se ofrece como balanza imparcial, pero su peso recae con más fuerza sobre los más vulnerables. La impunidad se administra, se gestiona, se tolera. Creamos portales de denuncia sin desmantelar las redes de complicidad.

La seguridad se presenta como prioridad, pero muchas veces el miedo también viene del uniforme. No porque quienes lo portan sean enemigos, sino porque el sistema les ha fallado: no les ofrece una carrera digna, no les exige lo mejor ni les protege de lo peor. Se invierte en patrullas y cámaras, pero se hace más fácil el camino de fallar a la misión de cuidar, y se degrada el vínculo con la ciudadanía.

El empleo, los programas sociales, las becas: todo ello debería ser peldaño para que nadie quede atrapado en el lugar donde nació. Pero lo que llamamos movilidad social apenas mueve algo: el sistema está diseñado para que pocos suban y muchos se queden donde están.

La política se define como representación, pero muchas veces representa intereses más que voces. Reformamos las reglas del juego sin tocar las lógicas clientelares que lo sostienen.

Y la planeación pública –la gran ausente– debería ser nuestra brújula. Pero vivimos sin mapa, improvisando con cada nueva administración, como si el futuro fuera una amenaza a la que hay que evitar mirar de frente.

¿Y si el verdadero problema no es la incapacidad, sino la obstinación? ¿Y si parte de nuestra energía transformadora se ha extraviado en hacer más eficiente lo inaceptable?

No basta con administrar la injusticia. No basta con digitalizar la precariedad.

Lo que necesitamos es recuperar la capacidad de imaginar. Dejar de perfeccionar la jaula y atrevernos a construir alas. Y eso requiere un cambio de mentalidad: pasar de la lógica de la mejora continua a la ética del rediseño radical.

Tres propuestas para romper con la optimización de lo injusto:
Primero, nombrar el problema sin eufemismos: necesitamos diagnósticos que llamen por su nombre a las fallas estructurales. No “retos”, no “áreas de oportunidad”, sino estructuras de perpetuación de daño.
Segundo, diseñar desde la raíz, no desde la inercia: cada política pública debería preguntarse no sólo qué mejora, sino qué reproduce. Y cada rediseño institucional debería considerar la posibilidad de empezar de nuevo si el sistema está demasiado corrompido.

Tercero, formar liderazgos con conciencia de sistema: técnicos, tomadores de decisiones, consultores, docentes… todos necesitamos comprender cómo se conectan los problemas, identificar las raíces de la injusticia y saber rediseñar con sentido ético y visión de largo plazo. No para gestionar mejor lo que hay, sino para preguntarnos si debe seguir existiendo así.

Porque a veces, lo más valiente no es arreglar lo roto. Lo más valiente es aceptar que no sirve, y empezar de nuevo. Una transformación real no se mide por la narrativa, sino por la justicia que produce. Y eso, todavía, no ha llegado.