Con su bicicleta al hombro y el sonido agudo de su silbato, Pedro Pichardo Jaimes recorre desde hace más de cuatro décadas las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México. Es afilador de cuchillos y tijeras, un oficio que heredó de su padre y que hoy, con orgullo y nostalgia, ejerce como el último de su tipo en esta zona de la capital. “Mi papá también fue afilador, trabajó más de 60 años en esto. Él me traía de niño y así fui aprendiendo”, recuerda.
A sus más de 40 años de trayectoria, Pedro —quien vive en San Mateo Tequesquitengo, en el Estado de México— inicia su jornada desde las 9:30 de la mañana hasta las 4 de la tarde. Viaja en transporte público hasta la ciudad y, ya en el Centro, se desplaza en su fiel bicicleta con la piedra de afilar montada. “Esta bici tiene conmigo más de 40 años. Todos usan motor ahora, pero yo sigo así”, dice con una sonrisa mientras acomoda su herramienta.





Cosas de afiladores
La rutina es sencilla pero constante: afila cuchillos, tijeras, navajas, cualquier objeto de filo que requiera mantenimiento. Cobra entre 30 y 35 pesos por cuchillos, y las tijeras oscilan entre los 30 y 60 pesos, dependiendo del tamaño. Su clientela lo busca en restaurantes, carnicerías, talleres de costura y hoteles, muchos de los cuales ya tienen días fijos para llamarlo. “Tengo mi número, ya saben que cada 15 días paso o me llaman. En algunos lugares fijo 30, 40 o hasta 50 piezas por día”, explica.
Aunque el oficio le ha dado sustento para criar a sus cuatro hijos y disfrutar de sus nietos, Pedro reconoce que es un trabajo en peligro de extinción. “Ya casi no hay afiladores. Soy el único en el Centro que anda así, en bici. Los demás usan motor o ya se retiraron”, lamenta. Aun así, dice con firmeza: “Gracias a Dios tengo trabajo, porque sé hacerlo. Mientras pueda, aquí seguiré”.
Reconocimiento hasta en películas
A lo largo de los años, su labor ha sido reconocida en diversos medios de comunicación. Ha sido entrevistado por canales de televisión y medios impresos. Incluso participó en la premiada película Roma, de Alfonso Cuarón. “Me contrataron para una escena con el carrito. Fue algo bonito, un orgullo”.
Pedro no se detiene a pesar del desgaste físico ni de las distancias. Llega a su casa pasadas las seis de la tarde, después de esquivar el tráfico y las multitudes del metro. Su esposa e hijos, aunque al principio no entendían su vocación, han terminado por reconocer y valorar la dignidad de su trabajo. “Es como todo oficio. Algunos lo ven raro, pero de esto comimos todos en mi casa”, asegura.

Competencia con productos chinos
Con la globalización y la invasión de productos desechables de bajo costo —especialmente de origen chino— la necesidad de afilar objetos ha disminuido, reconoce. Pero él sigue apostando por su oficio. “Lo que vale es que uno sepa hacer bien las cosas. El trabajo no falta si uno es bueno”.
Hoy, Pedro Pichardo no solo afila cuchillos: también resiste el paso del tiempo, la modernidad y el olvido. Es un vestigio viviente de una tradición urbana que poco a poco se desvanece. Con cada filo restaurado, también pule la memoria colectiva de una ciudad que aún guarda oficios entrañables entre sus calles.

Foto: Aracely Martínez 


