Poder Judicial… lo que faltaba

La división de poderes en México es casi similar a la que la clase política ha hecho con los mexicanos: liberales vs. conservadores



La división de poderes en México es casi similar a la que la clase política ha hecho con los mexicanos: liberales vs. conservadores; pobres por debajo de los ricos; corruptos sometiendo a los honestos… lo que se resume en un nefasto adjetivo: chairos y fifís.

Lo grave no es la diferencia de corrientes de pensamiento; al contrario, es propio de una democracia. Lo fatal es no permitir la opinión del otro, ni siquiera dentro de las filas que se milita.

En este contexto, llevamos siete años jugando con el concepto de democracia bajo el entendimiento y definición de unos cuantos, porque un par de millones o tres, en México, no dejan de ser minoría.

El Poder Ejecutivo, gobernado bajo la continuidad del sexenio anterior, y el Legislativo, con apenas una representatividad mayoritaria, ostentan el control del país.

La Ejecutiva manda a las cámaras los proyectos que dicen ser para el bienestar social; en el Poder Legislativo, se generan los dictámenes que son “analizados y estudiados” por la aplanadora partidaria con, acaso, un par de intervenciones tímidas de una raquítica oposición.

Lo que faltaba, el control judicial, que era jurídicamente imposible, se materializó el domingo en las urnas: votar por los “representantes del pueblo” que asumirán funciones técnicas de juzgadores.

En una democracia, es lógico que el Ejecutivo y el Legislativo obedezcan a la representatividad popular, pues son poderes que emanan de la propia comunidad; conocen las aspiraciones nacionales que terminarán en intereses de gobierno para plasmarlos como objetivos permanentes en la Carta Magna.

¿Que una aspiración, la más elemental y crucial en una república democrática que es la justicia, obedezca a una representatividad popular? No sólo es aberrante sino técnicamente peligrosa, puesto que no basta la simpatía ciudadana, ni siquiera estudios en derecho, con sus maestrías y doctorados, para aplicar la ley. Lo que se requiere es sentir y respirar la justicia; vivir y comer con ella.

Lo anterior se consigue con una pequeña pero fuerte palabra: vocación, esa inclinación profunda al llamado interior que se siente por una profesión que se convierte en forma de vida. La vocación debe tener pasión y entusiasmo por la actividad; sentido de propósito, creer que se tiene un valor más allá de lo económico; talento o afinidad natural para generar las habilidades necesarias; satisfacción personal al realizar la función, el sentirse pleno, feliz; y persistencia, seguir y querer hacerlo a pesar de las adversidades.

Se dice que con la vocación se nace, pero también se adquiere, y no es bajo las urnas. La vocación se va tejiendo bajo un proceso sistemático de crecimiento, escalando posiciones y jerarquías; alcanzando la plenitud profesional, personal, social y hasta familiar por el orgullo del deber cumplido aquilatado a lo largo de los años, puestos y niveles que se van conquistando.

Se llama servicio civil de carrera, proyecto de vida institucional que no sólo lo tenía el Poder Judicial, sino otras dependencias de igual valor como las Fuerzas Armadas, el Servicio Exterior, la Secretaría de Hacienda y el Banco de México; instituciones, en su mayoría respetadas por ese talento que ha desarrollado su vocación plena a través de los puestos y los años.

No sólo se debería respetar la ruta profesional judicial, sino implementar el servicio de carrera en todas las dependencias federales, llenarnos de vocaciones, que no de mediocres o trepadores de puestos.

Un solo ejemplo basta para ver los resultados de una falta de servicio civil de carrera: las policías municipales, actoras principales de la inseguridad en México por espacio de 25 años.    

Bernardo Gomez del Campo

Consultor en seguridad integral

@BGomezdelCampo