Protestas que retan a la narrativa oficial

Transportistas y agricultores desafían la narrativa oficial de la 4T con protestas que no pueden catalogarse como neoliberales ni descalificarse fácilmente


Antonio Ocaranza

Las recientes movilizaciones de transportistas que denuncian la inseguridad en las carreteras y de agricultores que exigen mejores precios para el maíz o rechazan cambios a la Ley General de Aguas se han convertido en un reto serio para el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum. No sólo han interrumpido la logística y la normalidad económica del país, sino que han puesto a prueba la capacidad del gobierno para responder con persuasión a expresiones de inconformidad que no encajan en las categorías que los gobiernos de la cuarta transformación (4T) han utilizado para desacreditar a sus críticos.

Hay cinco razones por las cuales estas manifestaciones obligan al gobierno a revisar su marco discursivo: los movimientos no pueden ser fácilmente catalogados como neoliberales, se identifican con la base de apoyo de Morena, representan al pueblo movilizado, reflejan problemáticas auténticas y tienen amplia resonancia nacional.

1. Movimientos no neoliberales. Durante años, el gobierno pudo descalificar protestas describiéndolas como expresiones de grupos opositores o como maniobras de intereses “neoliberales”. Esa estrategia funcionó cuando las movilizaciones surgían de partidos adversarios o de sectores abiertamente enfrentados a la 4T. Pero no opera con transportistas que temen por su vida en carreteras controladas por el crimen organizado, ni con agricultores que enfrentan la caída de precios y un reordenamiento unilateral del uso del agua. Ambos sectores provienen de actividades vulnerables y están lejos de representar a las élites económicas. Forzarlos en la etiqueta de “neoliberales” no sólo carece de verosimilitud, sino que erosiona la credibilidad de la narrativa oficial.

2. Sectores cercanos a la base morenista. El malestar expresado por agricultores y transportistas resulta especialmente incómodo porque estos grupos, por perfil económico, social y geográfico, podrían considerarse parte de la base electoral de Morena. Que ellos -y no las élites urbanas o los opositores tradicionales- salgan a cerrar carreteras envía un mensaje más profundo: aun quienes deberían sentirse representados por el gobierno reconocen que las soluciones ofrecidas no han sido suficientes. Esto obliga a un ajuste en la narrativa que, hasta ahora, había operado con relativa comodidad.

3. Protestas del pueblo, no del corporativismo. Otra dificultad para el gobierno es la naturaleza difusa de estos movimientos. No se trata de grandes organizaciones con liderazgos visibles o cúpulas fácilmente interpelables que antes estaban ligadas a la estructura corporativa del PRI o de otras organizaciones. Son “agricultores” y “transportistas”, ciudadanos comunes que difícilmente pueden ser caricaturizados o satanizados como grupos de presión o tentáculos de intereses ocultos. Es el pueblo mismo y el mensaje gubernamental se vuelve, por ello, más delicado: una descalificación puede percibirse como un distanciamiento del propio corazón social de la 4T.

4. Reclamos reales y compartidos. Parte de la legitimidad de estos movimientos radica en la identificación popular que despiertan. Cualquier ciudadano entiende la vulnerabilidad del campo y la dificultad de sostener ingresos ante la volatilidad de los precios agrícolas y también reconoce el deterioro de la seguridad en las carreteras por los relatos de asaltos, extorsiones y violencia que ya son parte del imaginario cotidiano. La mayoría de los mexicanos desaprueba la manera en que los distintos niveles de gobierno atienden la inseguridad. Por eso, estos reclamos conectan con un malestar amplio que atraviesa clases, regiones y edades.

5. Resonancia nacional. Aunque las protestas adquieren mayor visibilidad cuando afectan la Ciudad de México, su impacto real se siente a escala nacional. Estados enteros han experimentado interrupciones, presiones logísticas y tensiones políticas que obligan a gobernadores a posicionarse. Esta dimensión territorial amplifica el malestar y demuestra que los problemas no son episodios aislados, sino síntomas de tensiones acumuladas. Así, la narrativa gubernamental queda rezagada frente a testimonios directos que refuerzan la percepción de abandono o insuficiencia en las respuestas federales.

En conjunto, estas movilizaciones revelan que el gobierno enfrenta una nueva fase del desafío comunicacional: un país donde el descontento ya no proviene únicamente de la oposición, sino también de sectores que se consideran parte del “pueblo bueno” y que, por ello, esperan algo más que explicaciones retóricas. Ya no bastan los viejos argumentos ni las etiquetas fáciles. Si la presidenta Sheinbaum aspira a mantener cohesión y legitimidad, necesitará un discurso más empático, más directo y más convincente, capaz de transformar la protesta en agenda y la inconformidad en soluciones de política pública.