Una de las pugnas generacionales que se manifiesta en las redes sociales es sin duda la actitud que se toma ante el acoso. Justamente de ahí salieron los calificativos a las generaciones “de cristal” y “de cemento”. Si bien, normalizar el acoso habla de cómo se ha enfrentado históricamente y convertido en parte del ecosistema natural, las críticas ante el mismo que las nuevas generaciones han agudizado no son en realidad nuevas, pero sí podrían tener el potencial de modificar las prácticas cotidianas en función de una cultura de tolerancia y respeto, siempre y cuando trascendieran lo políticamente correcto.
Basta con mirar una película de los noventa e incluso de inicios del milenio para identificar inmediatamente al acosador de la historia. Desafortunadamente, entre las infancias estaba todavía más normalizado. Enfrentar, casi siempre con violencia, al acosador era visto como un símbolo de valentía, mientras que ceder ante su opresión evidenciaba al cobarde. Nunca se cuestionaba la existencia en sí del modelo arquetípico del acosador, sino la actitud del acosado al hacerle frente, como si se tratara de algo imposible de erradicar, necesario para “forjar carácter”.
Muchos crecimos con esta idea. Los que enfrentaban al acosador eran considerados “valientes”, mientras que quienes trataban de evitar el conflicto eran tomados por “cobardes”. Pero, además, hacer evidente el acoso era visto como una muestra de debilidad, otra vez, de cobardía. Corría la creencia de que al acosador no se le denunciaba, pues el denunciante era visto como un delator. Era obligación de la víctima mantenerse en silencio y “aguantar” o defenderse a sí misma, pues de lo contrario, toda acción de denuncia pública actuaría en su contra y a la violencia perpetrada por el acosador se sumaría la del grupo social.
Las últimas décadas, comenzando por el ámbito escolar, la denuncia ante el acoso y las acciones conjuntas de autoridades, padres de familia y alumnos, lo han puesto en el centro de la discusión como un mal que debe evitarse a toda costa. Con todo, debemos admitir que cada realidad es diferente y dejar de homogeneizar discursivamente lo que no existe así en el mundo real. Enfrentar el acoso escolar es mucho más sencillo en una escuela privada donde todas las partes se involucran y hay una relación financiera de por medio, que en una escuela pública sobresaturada y ubicada en las locaciones de mayor marginación, violencia y pobreza.
El desencuentro generacional en redes sociales manifiesta esta pugna: la “generación de cemento” argumenta que uno tiene que aguantar para ser fuerte, incluso las “bromas” crueles y los “piropos”; mientras la de “cristal” se esfuerza por denunciar el acoso que se vive en todos los niveles, desde el escolar hasta el sexual, desde la violencia doméstica hasta la de las calles y espacios públicos que habita. Las denuncias frente al acoso contienen un cambio de paradigma en cuanto a los roles de la víctima y el victimario, pues dejan de conceder al acosador el derecho natural de violentar a otros como si se tratara de una selva donde sólo “el más fuerte” sobrevive.
Denunciar el acoso y fomentar la igualdad y el respeto a los derechos de todas las personas a existir y ser como son, parecen, al menos en teoría, postulados racionales y básicos para que una sociedad pueda funcionar saludablemente. Sin embargo, las generaciones más viejas cuestionan la resiliencia de los jóvenes y argumentan que en el mundo real es imposible eliminar el acoso, que siempre habrá personas que acosen y que es importante “forjar carácter” para hacerles frente. Curiosamente son esas mismas personas las que opinan de vidas, cuerpos y decisiones ajenas y sienten el derecho de fomentar la violencia discursiva en todas sus relaciones sociales.
Desafortunadamente, este argumento tiene algo de razón, pues eliminar el acoso parece un monstruo que no será derrotado al menos en el corto plazo. A pesar de que las denuncias han generado nuevas líneas de lo “políticamente correcto”, de que se defienden en redes y memes los derechos de las personas a su dignidad y existencia, de la enorme cantidad de contenido de autoaceptación y respeto al otro; la dinámica de las redes sociales muestra que los discursos no siempre se reflejan en prácticas.
Muchas veces los jóvenes que defienden lo políticamente correcto son los mismos que acosan en comentarios a sus pares, que destruyen la autoestima y la salud mental de otros y que participan en linchamientos colectivos sin presentar argumentos ni ejercer el pensamiento crítico. Parece que, en el mundo digital al igual que en el análogo, lo “políticamente correcto” todavía tiene poco que ver con la realidad. Defender lo “políticamente correcto” suele ser una estrategia para ganar vistas y likes, pero pocas veces es resultado del análisis profundo y consciente del entorno.
Hilo de telaraña. Un nuevo estudio coliderado por Aline Bertin del Instituto Nacional de Investigación Agrícola en Francia descubrió que no sólo los seres humanos se sonrojan, las gallinas también lo hacen.