Reformas sin destino

En México, abundan las reformas pero pocas se consolidan, debido a un imaginario social estancado y una política enfocada en la inmediatez.



Señales y tendencia

Señal: reformas continuas, resultados efímeros
Tendencia: estancamiento por imaginario social que no cambia y política de inmediatez

México es un país que reforma incansablemente. En las últimas décadas hemos visto desfilar reformas educativas, energéticas, fiscales, laborales, electorales. Cada administración presume la suya como si fuera el punto de quiebre hacia un nuevo porvenir. Sin embargo, cuando miramos el balance, la sensación es otra: mucho se reforma y poco se transforma.

Cornelius Castoriadis llamaba imaginario social instituyente a la fuerza colectiva que da origen a las instituciones y les confiere sentido. Reformar, decía, no es suficiente si no cambia aquello que sostiene los símbolos, las expectativas y los pactos profundos de una sociedad. En México, el imaginario instituyente permanece anclado en el cortoplacismo, en la discontinuidad sexenal y en la idea de que la ley escrita basta aunque no se cumpla. Ese imaginario neutraliza cualquier intento de reforma: lo nuevo se vuelve rápidamente ritual vacío porque lo que sostiene a la vida social no se ha movido.

Sobran ejemplos. La reforma educativa de hace una década se presentó como la transformación definitiva del sistema, pero terminó desdibujada por presiones sindicales y desmantelada en el siguiente sexenio, dejando un mosaico de cambios inconclusos. La reforma energética de 2013 abrió el sector con la promesa de inversión y modernización, pero años después fue revertida sin alcanzar sus objetivos originales. La fiscal se ha intentado en múltiples versiones, siempre con la narrativa de ampliar la base y hacer más equitativa la carga, pero los resultados han sido marginales. Incluso la de telecomunicaciones, que dio origen al IFT con la bandera de autonomía regulatoria, hoy se erosiona con la transferencia de atribuciones a otra autoridad. Cada reforma arranca con fanfarrias y cierra en silencio, sin haber consolidado lo que prometió.

Paul Virilio nos ofrece otra clave: vivimos bajo la dromocracia, el gobierno de la velocidad. Anunciar una reforma se vuelve más importante que consolidarla. Lo que cuenta es el vértigo de la novedad, no la persistencia en el tiempo. Pero cada aceleración trae su accidente: la reforma educativa que se interrumpe a la mitad, la energética que se desmantela, la electoral que reabre heridas sin cerrar las anteriores. En la prisa por mostrar cambio, producimos accidentes institucionales que después cargamos como lastre.

La dromocracia mexicana tiene consecuencias concretas. Para los ciudadanos, significa leyes que cambian pero no mejoran la escuela de sus hijos, el recibo de luz o la calidad del transporte público. Para las empresas, implica planes de inversión sujetos a vaivenes políticos más que a reglas estables. Para los funcionarios, es la condena de arrancar de cero cada seis años, como si el pasado inmediato no existiera.

La combinación es letal: un imaginario que no cambia y una política que se mueve demasiado rápido. Es como correr en círculos: agotamos energía en cada sexenio sin modificar el horizonte. Por eso México aparece una y otra vez como país de reformas estériles, con leyes que anuncian futuros que nunca llegan.

No tendría que ser así. Otros países han mostrado que cuando existe continuidad y mecanismos para exigir cumplimiento, las reformas pueden transformar. Chile ha avanzado en la gestión del agua reconociéndola como bien público y reorganizando sus cuencas con autoridades locales dotadas de facultades reales. España ha logrado sostener durante dos décadas una transición energética que, con ajustes y consensos, mantiene dirección estable más allá de los gobiernos. La diferencia no es de ideas, sino de tiempo y constancia: cuando el imaginario se mueve y la política acompasa su ritmo, el cambio sí ocurre.

La pregunta de futuro es inevitable: ¿qué pasaría si reformáramos menos, pero con más continuidad y ejecución? ¿Cómo se vería un México que dejara de vivir bajo la tiranía de la velocidad y se atreviera a trabajar sobre su imaginario instituyente? Tal vez descubriríamos que el verdadero cambio no está en multiplicar reformas, sino en transformar la forma en que colectivamente imaginamos nuestro destino.