Gustavo Mares
El fascinante mundo de la lucha libre en nuestro país no podría comprenderse sin el uso de las coloridas máscaras, que tienen tanto peso en este deporte, como el honor mismo de los gladiadores, que al apostar la capucha ponen en riesgo su futuro profesional.
El primer luchador que subió enmascarado a un cuadrilátero en nuestro país fue el estadunidense Ciclone Mickey, quien fue firmado por la Empresa Mundial de Lucha Libre. Fue en e año de 1931 que este luchador se presentó en la capital de nuestro país.
Tuvieron que pasar siete años para que un mexicano decidiera subir al cuadrilátero con el rostro cubierto, se trató del legendario Murciélago Velázquez.
Ahora mismo hay más luchadores enmascarados, que sin ella.
La sola imagen de un hombre enmascarado defendiendo su causa en contra de otro, que defiende la opuesta resulta atractiva.
No en vano, el reconocido y entrañable escritor Carlos Monsiváis, aficionado al deporte de los costalazos, hablaba con gran pasión del deporte.
En un documental de Televisión Española, dijo al respecto: ‘Lo que me parece determinante: las máscaras, que es un género expresivo y fantástico del más alto orden, tanto que no me extrañaría ver de pronto una exposición de máscaras en el Palacio de Bellas Artes o en el Museo Nacional de las Artes’.
‘Las llaves y las contrallaves son importantes, pero de lo que estoy seguro es que librados nada más al rostro humano, la variedad de la lucha libre sería mucho menos expresiva’.
El culto por las máscaras en la lucha libre y en la cultura popular ha ido en aumento. En los años cincuentas eran dos o tres luchadores muy famosos: El Santo, Blue Demon y el Médico Asesino, pero después, ya para los años setentas, su uso se masificó, y yo creo que en este momento podemos decir conservadoramente que de haber cuatro mil luchadores en la república mexicana, dos mil ochocientos usarían máscara. Esto puede deberse a razones sociológicas o a razones estéticas, de la preferencia de la máscara al rostro natural, de razones freudianas o de otra índole, pero sobre todo tiene que ver con la construcción total de la lucha libre como un fenómeno eminentemente teatral.
‘La máscara hace las veces de un recurso teatral óptimo; es al mismo tiempo intimidadora y divertida, amenazante y jocosa, se presta a las complicidades del espectador, le permite figurarse qué clase de rostros anidarán tras esas telas, se presta a la imaginación de sastres o familiares. A las razones que yo propongo para el uso masivo de la máscara, seguramente se opondrán los luchadores, a quienes no les queda de ningún modo reconocer el carácter esencialmente dramático del espectáculo, al margen de todo lo que haya de resistencia física, de capacidad deportiva’.