Los bloqueos de carreteras encendieron una alarma: el campo mexicano está al límite. Miles de productores en 17 estados paralizaron caminos y casetas para exigir precios justos, seguridad y respaldo real del gobierno. Y estas protestas pronto se convirtieron en un grito nacional: “El campo se muere”.
Piden un precio de garantía de 7 mil 200 pesos por tonelada de maíz, la creación de una banca agropecuaria tras la desaparición de Financiera Rural, sacar el maíz del T-MEC y poner frenos a las importaciones subsidiadas desde Estados Unidos.
También exigen seguridad en zonas rurales, donde la extorsión y los asesinatos se volvieron paisaje. El asesinato de Bernardo Bravo, líder limonero en Michoacán, y el de Javier Vargas, citricultor en Veracruz, simbolizan un campo que produce entre balas.
El gobierno ofreció una salida parcial: 6 mil 50 pesos por tonelada y créditos al 8.5 %, pero los productores lo consideraron insuficiente. En su mayoría, continúan endeudados y vendiendo por debajo del costo de producción.
Y es que el campo mexicano está atrapado en un círculo vicioso: precios bajos, intermediarios abusivos y narcoviolencia.
EL PESO DE LOS COYOTES
Incluso cuando logran cosechar, los campesinos venden barato y compran caro. Como en el pasado, los intermediarios dominan el mercado y pagan apenas unos cuantos pesos por kilo de maíz, mientras el consumidor compra la tortilla al triple o cuádruple.
El sistema gubernamental, que compra parte del grano a precio de garantía, sólo cubre unas cuantas toneladas de todo lo que se produce. El resto queda en manos de los coyotes, que imponen precios de remate. Así, el productor asume los riesgos y el intermediario se queda con la ganancia.
A este desbalance se suma la dependencia alimentaria. Pese al lema “sin maíz no hay país”, México importa más maíz que nunca. En el primer semestre de 2025 llegaron 16.8 millones de toneladas, récord histórico. Peor aún: las compras de maíz blanco (base de la tortilla) aumentaron 268 %.
México terminó por comprar al extranjero lo que antes cosechaba y nos daba identidad.
EL PESO DEL ABANDONO
A esto se añade la inseguridad en zonas rurales. En varias regiones, el crimen organizado cobra cuotas de protección, roba maquinaria y secuestra cargamentos. En algunos casos, las narcominas siembran el miedo entre productores y soldados. Miles de hectáreas han sido abandonadas por la violencia.
Sin Estado de derecho, cualquier política de apoyo resulta inútil.
El gobierno presume programas como Precios de Garantía, Producción para el Bienestar y fertilizante gratuito, pero su alcance es limitado.
El presupuesto para el campo equivale hoy a la mitad de lo que era hace una década, y la desaparición de la banca rural dejó al productor sin crédito.
Mientras tanto, países como Estados Unidos subsidian fuertemente a sus agricultores, con seguros, precios mínimos y apoyos fiscales. En México, en cambio, el campesino compite solo.
POCAS OPORTUNIDADES
Los bloqueos son un llamado de auxilio. El campo no pide privilegios, sino reglas justas, seguridad y voluntad política.
Si el gobierno quiere cumplir su consigna, deberá pasar del discurso a la inversión, algo complicado cuando sus prioridades son otras.
Sin seguridad, certeza jurídica y precios dignos, no hay soberanía alimentaria. Y si no cuidamos a nuestros productores, terminaremos como un país dependiente del extranjero.
EL DATO INCÓMODO
La Secretaría de Hacienda admitió que el nuevo impuesto a refrescos (incluidas las versiones light y cero) no reducirá su consumo, pero sí dejará 35 mil millones de pesos extra al gobierno.
Lo sabíamos todos: la gente seguirá comprando y el “impuesto saludable” sólo aumentará la recaudación.



