En la Monumental de Aguascalientes se vivió una tarde que trascendió lo estrictamente taurino. Porque más allá de las embestidas, los trazos con la muleta y los silencios tras la espada, lo que se presenció fue una declaración de principios artísticos. El ganadero zacatecano Manuel Sescosse, en un gesto tan valiente como simbólico, decidió bautizar a cada uno de sus seis toros con el nombre de un pintor mexicano. Un homenaje que reivindicó, sin decirlo, ese vínculo íntimo y eterno entre la tauromaquia y las bellas artes.
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No fue una ocurrencia superficial. La elección de nombres como Felguérez, Ruelas, Goytia, Saturnino, Posada y Siqueiros no sólo honró a los artistas, sino que propuso una lectura estética del toro como forma de expresión plástica. Cada uno de esos toros, en su diversidad física y emocional, representó un estilo, una escuela, una forma de mirar el mundo. Una apuesta por la permanencia de lo efímero.
Sin embargo, como suele ocurrir en el arte —y en la vida— no todas las obras logran alcanzar su intención. La tarde fue larga, dispareja y por momentos cuesta arriba. Varios de los toros, en especial “Posada” y “Saturnino”, se quedaron lejos de la expectativa. Pero uno rompió el molde: “Siqueiros”, un cárdeno claro, de armonía, nobleza y clase, que permitió a Héctor Gutiérrez mostrar su temple, su valor y su sentido del ritmo. Toreó con naturalidad, firmó muletazos profundos y cerró su actuación con una oreja bien ganada. Fue el único de los “artistas” que honró su nombre desde la bravura.

Con “Goytia”, el tercero, también vimos entrega. Héctor, que abrió su actuación con un ramillete de verónicas de gran solera, brindó con emoción a su hermano Nicolás y dejó constancia de su madurez taurina al exprimir al toro —que nunca regaló nada— en una faena derechista de enorme mérito. El posible puntazo recibido al entrar a matar no hizo, sino confirmar el compromiso de quien no especula con la verdad.
Joselito Adame, por su parte, dejó pasajes valiosos ante “Ruelas”, un toro que, a pesar de perder las manos tras el castigo, no impidió que el diestro hidrocálido impusiera su ley. Su faena fue un ejercicio de firmeza y adaptabilidad. Lo intentó por ambos pitones y logró conectar por el derecho con poderosas series que sostuvieron el hilo de una faena construida a pulso.

Emilio de Justo tuvo pasajes lúcidos con el capote a “Felguérez”, toro de gran tipo y presencia. El extremeño le buscó, se cruzó y le quiso por el izquierdo, sin hallar recompensa. El toro tuvo más que decir por el derecho, y en esa media luz, Emilio dejó algunos detalles de su clase, aunque sin poder redondear.

La tarde, sin embargo, no terminó con los seis originales. Como si el arte necesitara segundas oportunidades, dos toros de regalo cambiaron el rumbo del festejo. Y fueron esos toros, “Claridoso” de Tequisquiapan y “Empleador” de Santa Inés, los que encendieron por fin el clamor de la plaza.
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Con “Claridoso”, Emilio de Justo rompió el cerco de la frustración. El toro tuvo bravura, calidad y clase, y De Justo toreó en cámara lenta: naturales templadísimos, derechazos con profundidad y estética pura. Una gran estocada y dos orejas rotundas para salir a hombros, cerrando su paso por San Marcos con dignidad artística. El toro fue premiado con arrastre lento.

Joselito Adame también pidió uno más, y “Empleador” respondió con nobleza. Joselito se adornó con un quite variado y puso banderillas, mostrándose dispuesto a todo. La faena fue de reposo, sentimiento y cercanía. El toro se fue apagando, pero Adame no bajó la guardia, y su firmeza fue reconocida con una oreja. La plaza, agradecida, despidió a su torero con el reconocimiento merecido.
En resumen, fue una tarde de arte contenido, de simbolismo elevado. No todos los toros estuvieron a la altura de los nombres que llevaron. Pero la intención del ganadero quedó como una bocanada de aire fresco, un recordatorio de que la tauromaquia no solo se alimenta de bravura, sino también de cultura, identidad y sensibilidad.















Fotos: Manolo Briones 


