Technoautoritarismo a la mexicana

El régimen de Claudia Sheinbaum se endurece ante el desgaste inminente. La censura debe funcionar.


Miguel Ángel Romero
La sociedad del algoritmo

Morena y sus aliados aprobaron sin deliberación pública una ley que otorga a la Secretaría de la Defensa Nacional la facultad de geolocalizar cualquier teléfono celular, y a la Guardia Nacional, el acceso inmediato a metadatos sin orden judicial. Los promotores la presentan como un paso hacia la “modernización de la seguridad”. Los críticos, en cambio, la identifican como la antesala de una censura preventiva. El dilema no es si el Estado debe investigar delitos, sino qué ocurre cuando esa facultad se vuelve permanente, automática y opaca.

Steven Feldstein, en The Rise of Digital Repression, plantea justo esa pregunta. Su tesis es contundente: la represión contemporánea no requiere botas ni gases, sino plataformas. Cuatro engranajes sostienen el nuevo autoritarismo: vigilancia masiva, censura selectiva, manipulación narrativa y persecución algorítmica. Ninguno necesita tanques; basta con bases de datos interoperables para premiar lo que conviene al poder.

El caso mexicano marca todas las casillas. Vigilancia: la Plataforma Única de Identidad convertirá la CURP en un expediente biométrico obligatorio para cobrar un salario o recibir atención médica. Censura: la reforma a la Ley de Telecomunicaciones conserva el acceso militar a registros de llamadas en tiempo real y extiende ese privilegio a “instancias de inteligencia” sin definición legal. Manipulación: el Centro Nacional de Inteligencia podrá cruzar tendencias en redes sociales sin supervisión externa. Persecución: el espionaje que la Suprema Corte prohibió en 2023 reaparece bajo otro nombre, con menos candados y más presupuesto.

¿Por qué ahora? Porque Sheinbaum hereda un país con inflación persistente, homicidios altos y expectativas rotas. El desgaste llegará. Lo que intenta el régimen es blindarse antes de que el humor social transite a oposición activa.

Feldstein ha documentado esta lógica en más de 60 democracias formales desde 2017: prevenir la protesta resulta más rentable que reconquistar la confianza ciudadana. Cuando se avecina tormenta, el Ejecutivo busca endurecerse, controlar y vigilar.

Frente a esta deriva, Feldstein no ofrece consuelos, pero sí antídotos: transparencia radical en los contratos tecnológicos, contrapesos judiciales antes de cada intromisión y una alfabetización criptográfica extendida en la sociedad civil. México avanza, sin matices, en dirección opuesta: votaciones legislativas exprés, jueces domesticados, activistas estigmatizados.

La historia es clara en otra cosa: una vez consolidada, la infraestructura de vigilancia casi nunca se desmonta. Por eso el debate es previo a la implementación, no posterior al abuso. Una democracia necesita espacios donde las personas puedan disentir sin sentir la respiración del Estado sobre el cuello. Cuando cada conversación deja rastro y cada desplazamiento se cartografía, el disenso se achica al tamaño del miedo.

Y aún queda una paradoja mayor. Mientras México institucionaliza la georreferenciación obligatoria, Estados Unidos –el país que históricamente rechazó los padrones federales– acaba de crear una base nacional de ciudadanía para perseguir un fraude electoral inexistente. El autoritarismo digital ya no es un fenómeno de regímenes dictatoriales: aparece en donde la ansiedad es combustible y la transparencia, un estorbo.

La única defensa sigue siendo la misma que advierte Feldstein: una ciudadanía consciente de que la distancia entre un clic y la sumisión puede volverse imperceptible. Y una vez que lo es, ya no hay vuelta atrás a la libertad perdida.