Tecnocrimen y asimetría digital

El crimen organizado en México ha adoptado tecnología avanzada, generando una brecha creciente frente a la limitada respuesta del Estado.


Guillermo Ortega Rancé

Señal: brecha tecnológica entre el crimen organizado y el Estado
Tendencia: incrementándose y generando asimetrías

Durante años, el crimen en México se entendía principalmente como una amenaza armada, territorial o política. Pero en los últimos años ha emergido una dimensión menos visible y más sofisticada: el uso sistemático de tecnología para ampliar el control, la vigilancia y la capacidad operativa de estructuras delictivas. El crimen ya no se impone sólo con armas, sino que vigila con drones, extorsiona con precisión digital, cobra con criptomonedas, manipula redes sociales y gestiona su propia infraestructura de comunicación y videovigilancia. El tecnocrimen ya está aquí.

En abril de este año, el gobierno reconoció públicamente el uso de drones con artefactos explosivos en enfrentamientos registrados en el centro del país. En distintos estados se han documentado redes privadas de videovigilancia operadas desde centros fuera del control institucional. Durante procesos electorales recientes, se detectaron campañas de desinformación y mensajes de intimidación digital dirigidos a comunidades específicas a través de redes sociales. Estos hechos no son aislados: son síntomas de una transformación estructural en la forma en que opera el crimen.

La adopción de herramientas tecnológicas —desde software de análisis de datos hasta dispositivos de rastreo, inteligencia artificial y criptotransacciones— está permitiendo a estas redes operar con una eficiencia, velocidad y escala inéditas. Ya no se trata sólo de controlar territorios físicos, sino también entornos digitales, flujos financieros y narrativas públicas.

México no está aislado en esta dinámica. Forma parte de un entramado transnacional donde confluyen flujos ilegales, tecnologías globales y circuitos de información que trascienden fronteras. Las herramientas que habilita el tecnocrimen no se desarrollan necesariamente aquí, pero se adaptan con rapidez a entornos donde el control institucional es débil y la vigilancia pública, fragmentada.

Frente a este fenómeno, el Estado mexicano enfrenta retos significativos. Si bien existen capacidades tecnológicas en áreas estratégicas —como el monitoreo financiero, la inteligencia operativa o ciertos sistemas de ciberdefensa—, la respuesta institucional frente al tecnocrimen es todavía parcial, poco articulada y desigual en cobertura. En muchas regiones, la infraestructura tecnológica al servicio del crimen supera a la estatal, tanto en despliegue como en agilidad operativa. Esto no implica ausencia total de capacidad gubernamental, pero sí una brecha creciente que requiere atención urgente.

El resultado es una asimetría peligrosa: enfrentamos drones con patrullas, vigilancia digital con procesos manuales, campañas de desinformación con estrategias de comunicación obsoletas. Y aunque se han hecho avances en ciertas áreas, falta una estrategia nacional que aborde esta amenaza de forma integral.

Para ello, México necesita avanzar en tres frentes simultáneos. Primero, crear una agencia nacional especializada en tecnocrimen, con capacidades reales de análisis digital, inteligencia algorítmica y coordinación interinstitucional. Segundo, mapear y regular la infraestructura tecnológica en zonas de alta conflictividad, incluyendo redes privadas de comunicación, sensores y sistemas de monitoreo. Y tercero, desarrollar una política de soberanía tecnológica en seguridad pública, articulando al sector académico, tecnológico y operativo.

La pregunta ya no es si las redes criminales están usando tecnología avanzada. Eso ya ocurre. La pregunta es si el Estado será capaz de construir capacidades suficientes para proteger sus territorios, su infraestructura y su ciudadanía en esta nueva dimensión del conflicto.

El crimen ya no se esconde en la sombra: se instala en la nube, en el sensor, en el algoritmo. Si no entendemos esto a tiempo, no sólo perderemos la ventaja: jugaremos un juego que otros ya están ganando, con reglas que no escribimos y herramientas que no controlamos.