La ciudad de Los Ángeles volvió a ser epicentro de una tormenta política y social que amenaza con escalar más allá de sus fronteras. Las redadas masivas ordenadas por el presidente Donald Trump -orientadas a capturar y deportar a migrantes indocumentados– provocaron una ola de manifestaciones en todo el estado de California que se extendieron a otros estados de la Unión Americana. Algunas de ellas, en barrios de mayoría latina, derivaron en enfrentamientos, vandalismo y actos de resistencia civil que paralizaron zonas enteras del sur de la ciudad.
En respuesta, Trump autorizó el despliegue de la Guardia Nacional, pese a que el gobernador de California no lo solicitó. Se trata de una extralimitación del poder federal que desafía el marco constitucional estadounidense. La activación de tropas en suelo estatal, sin la petición expresa del mandatario local, revive los peores fantasmas del autoritarismo presidencial en la historia contemporánea de Estados Unidos.
Pero lo más grave para México ocurrió frente a las cámaras de la prensa internacional, en la misma oficina Oval de la Casa Blanca. A un costado de Trump, la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, responsabilizó directamente a la presidenta Claudia Sheinbaum por haber alentado -según sus palabras- las protestas violentas en Los Ángeles. Noem acusó a la mandataria mexicana de promover movilizaciones con tintes insurreccionales bajo el pretexto de rechazar el impuesto a las remesas, una medida que Trump impuso días atrás y que Sheinbaum calificó de “doble tributación ilegal”.
La acusación cayó como una bomba diplomática. México no tardó en rechazar los señalamientos, pero la declaración pública dejó una cicatriz visible en la ya tensa relación bilateral. No se trató de un desliz técnico ni de una lectura fuera de contexto. Fue un acto deliberado, una operación política con destinatario directo: minar la legitimidad internacional de Sheinbaum en vísperas del encuentro que sostendrá con Trump durante la cumbre del G7 en Canadá.
El episodio exhibe la fragilidad de los puentes diplomáticos entre dos gobiernos que, aunque obligados a cooperar, se mantienen en polos opuestos. Trump, en modo campaña permanente, encuentra en los migrantes mexicanos y centroamericanos un blanco útil para agitar a su base electoral. Sheinbaum, por su parte, intenta posicionarse como una figura de firmeza regional, pero su advertencia sobre movilizaciones en Estados Unidos ha sido usada en su contra.
La escena en Los Ángeles fue el telón de fondo de una disputa más profunda: la que enfrenta a dos modelos de gobernar. Uno basado en el castigo, la exclusión y la propaganda. Otro que, con torpeza o sin cálculo diplomático, busca resistir la presión estadounidense pero acaba siendo exhibido como desestabilizador.
En medio, millones de migrantes viven con miedo, atrapados entre la maquinaria de deportación de Trump y las promesas de solidaridad que no cruzan la frontera. El inminente encuentro entre ambos mandatarios en Canadá será más que un gesto protocolario: será la primera prueba de fuego de una relación que ya comenzó mal.