La decisión del Tribunal Electoral de validar la elección judicial, ignorando la resolución del magistrado Reyes Rodríguez Mondragón, representa uno de los episodios más oscuros en la vida democrática del país. El fallo del magistrado, un documento de casi 500 páginas con argumentos sólidos, demostraba con datos estadísticos la incidencia determinante de la distribución masiva de acordeones en el resultado final. No se trató de una irregularidad menor: los nueve nombres repetidos insistentemente en esos papeles fueron, a la postre, quienes resultaron electos como ministros de la Suprema Corte.
El magistrado Rodríguez sostuvo que la manipulación del voto fue evidente, inequívoca y que había vulnerado el principio esencial del sufragio libre y secreto. Su voz fue acompañada únicamente por la magistrada Janine Otálora, quien con argumentos contundentes respaldó la necesidad de anular los comicios. Sin embargo, la mayoría conformada por Mónica Soto, Felipe de la Mata y Felipe Fuentes –todos afines a Morena– impuso su voluntad política por encima del derecho y proclamó la validez de una elección manchada de ilegitimidad.
Lo ocurrido en el Tribunal Electoral es el reflejo de lo sucedido antes en el Instituto Nacional Electoral (INE). En una votación dividida, seis contra cinco, el consejo del INE optó por dar por buenos unos comicios plagados de irregularidades. Consejeras y consejeros alertaron sobre la gravedad de los hechos: las tómbolas, los procesos improvisados y, sobre todo, los acordeones que dirigieron el voto de manera masiva. Pese a ello, la mayoría cerró filas con el gobierno y su partido.
Es evidente que tanto el INE como el Tribunal Electoral renunciaron a la autonomía y a la independencia que la Constitución les otorga. Prefirieron servir a decisiones cupulares dictadas desde lo más alto del poder político. Con ello, deshonraron la responsabilidad que el país les confió y vulneraron uno de los pilares de nuestra democracia: la división de poderes.
No puede perderse de vista que esta reforma judicial, apresurada y caprichosa, fue impulsada por el expresidente López Obrador con un objetivo claro: someter al Poder Judicial. La anulación de contrapesos, la captura de instituciones y la manipulación del voto se combinan en una estrategia que busca terminar con el equilibrio de poderes en México. El desenlace ya lo conocemos: un Poder Judicial alineado al Ejecutivo y un país con menos democracia y más autoritarismo.
Las consecuencias de esta decisión no se agotarán en el terreno institucional. El debilitamiento del Poder Judicial abre la puerta a que la delincuencia organizada, que ya ha demostrado capacidad de infiltrarse en procesos electorales, encuentre condiciones propicias para extender su influencia en tribunales y juzgados. Con jueces electos mediante mecanismos manipulados, el riesgo de que el crimen organizado obtenga impunidad legal crece exponencialmente.
Además, lo ocurrido sienta un precedente peligroso: se normaliza la idea de que la voluntad política puede imponerse sobre la legalidad. En adelante, cualquier proceso electoral quedará sujeto a la discrecionalidad de quienes controlan las mayorías, no al veredicto de la ciudadanía ni al resguardo de las instituciones. La erosión democrática, que parecía un fantasma distante, ya se ha materializado en el corazón mismo de la justicia mexicana.




